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CIUDAD VALLES, SLP., 16 de febrero de 2020.- El sol de invierno que se oculta tras la montaña y proyecta su resplandor naranja no es el único espectáculo vespertino reservado a los vallenses, y a quienes visitan esta capital de la huasteca potosina; en realidad el número principal está por iniciar: Sus protagonistas se encuentran casi listos, afinando trinos, y diseñando vuelos, dentro de esa misteriosa inteligencia animal que -algunos- llaman instinto.
No son decenas, sino cientos, miles incluso; ya se escuchan, se percibe la vibración de su conglomerado de agudos cantos que alcanza altos decibeles; están en los delgados cables de energía eléctrica, pero también en los frondosos árboles, luego se posan en los anuncios grandes. Y de repente, ahí, frente al espectador, en esa esquina transitada del bulevar México-Laredo con la avenida Vicente C. Salazar, comienza la danza en el aire.
“Bajo el estruendo negro
y tornasol de estos pájaros
sus gargantas suenan
a desgajamiento de árbol
y se dispara al viento
su tañido de barro…”.
Parvadas van y vienen, de una esquina a otra, forman figuras en el espacio, construyen una nube oscura zumbando sobre las cabezas, que -a su vez- casi se despeinan por la ventisca fuerte que crea el paso de tantas aves a un mismo tiempo. Igual pasean por el estacionamiento de los cinemas que frente a la cúpula del Instituto Motolinía; se detienen en un punto, luego regresan y ahí van de nuevo.
“Pájaros de negras plumas
que en sus gargantas empollan
un blanco canto,
quiero que canten, que canten
quiero que sigan cantando
el verde verbo de Valles…”.
Cuando las manecillas se hacen una en el reloj -marcando las 6 de la tarde- los pájaros también parecen volverse uno en contingente gigantesco, que alcanza entonces el clímax de la unificación; enseguida se dispersan y vuelven a juntarse. Podrían las miradas pasar horas deleitándose y maravillándose con esa demostración de sincronía y habilidad, pero el espectáculo tiene límite de tiempo: Una hora aproximadamente.
“De norte a sur desde su árbol
y con su esencia de pájaros,
conjuguen el verbo Valles
en el agua de sus cantos;
estiren sus alas negras
y estrechen en blanco abrazo…”.
Según el especialista (y precursor del Club de Observadores de Aves en la Huasteca Potosina) Alejandro Aguilar Fernández, se trata de la especie endémica conocida como zanate mexicano, y al que -coloquialmente- la población llama tordos; su número incrementa en ésta época por las poblaciones que vienen de otros estados como Nuevo León y Tamaulipas, e incluso del sur de Estados Unidos.
“Alarguen su himno puro
para ir enlazando hermanos:
Pico duro o dulce canto
paso en tierra o vuelo alto
canto hermano
canto firme, claro canto…”.
Sus piruetas son al mismo tiempo la búsqueda de un espacio donde pasar la noche, unidos en grupo para no ser fácil presa de los depredadores. Conforme se acentúa la oscuridad, su ruido persiste, no así los vuelos, pues se acerca la hora de dormir, y de cuidarse de alguna rapaz lechuza o de un hambriento búho; aunque a veces los observadores son quienes deben procurar no ser alcanzados por sus “bombardeos de excretas”.
“No solo al norte y al sur
a toda la tierra, pájaros
sí, que toda la tierra sepa
que Valles está cantando
y tiene esos viejos sueños de amor
de justicia y de hermanos…”.
Despertarán al alba, de nuevo con su canto, entonces –explica Aguilar Fernández- el zanate saldrá en su vuelo de búsqueda de alimento, apoderándose de lo que pueda encontrar en el perímetro citadino (frutas, semillas, insectos, y hasta desperdicios de comida humana), mientras que un mínimo porcentaje, conocido como tordo de ojos rojos, irá un poco más lejos, en pos de los granos del campo.
“Pájaros, guardianes nuestros,
no dejen morir el canto,
si hay un insecto infeccioso
ataquen a picotazos;
defiendan todas sus uñas
lo que en Valles construyamos…”.
Volverán de nuevo al atardecer, a seguir impresionando, a inspirar incluso, como lo hicieron desde hace más de tres décadas a dos grandes artistas vallenses: El poeta José Ignacio Martínez Maya, quien así escribió la obra “Pájaros del bulevar” (cuyos fragmentos acompañan este relato); y al pintor Fernando Domínguez García, que los inmortalizó en aquellos incipientes trazos de los ochentas.
“Pájaros guardianes nuestros
que pueblan el bulevar
con permiso… ya nos vamos”.