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TAMUÍN, SLP., 7 de noviembre de 2019.- Una gangosa voz que anuncia la “crema medicinal que cura todo” es el único pregón que rompe el silencio de una mañana quieta y de húmedo calor en “Las Palmas”, una estación donde el bullicio y la algarabía del “llévele, llévele” germinaban todavía en los noventas al amparo de una breve escala del paso del tren de pasajeros.
Ubicada a 12 kilómetros al noroeste de Tamuín, el ejido sobrevive apenas del ligero impulso que da a su economía una cercana planta cementera con su respectiva termoeléctrica y de la aplicación en la ganadería; atrás quedó la tarabilla de decenas de hombres y mujeres que completaban el gasto con la vendimia sobre el ferrocarril.
“Eran famosos aquí don Mauro Ruiz que vendía agua de huapilla (una zarzaparrilla propia de la zona) y doña Leonides”, recuerda don Marcelino Saldaña Amaro, un hombre jovial que creció –podría decirse- a la par con el ferrocarril: desde su natal Cerritos llegó en 1937 de la mano de su padre cuando tenía nueve años.
Don Rafael Saldaña Domínguez –su progenitor- arribó a “Las Palmas” a emplearse como arenero y llevó allá a su familia. Para 1959 don Marcelino ya había sido garrotero y se estableció como vigilante en los patios de esa estación tamuinense. Ahí pasó la mayor parte de su vida, hasta que se jubiló en 1995.
Dos años después, en 1997, el gobierno federal de Ernesto Zedillo privatizó su consorcio ferroviario, dejando en manos extranjeras un sistema de transporte tradicional para los mexicanos, y acabando de tajo con el modo de sustento de comunidades como “Las Palmas”, una rutina que a su vez alcanzaba significativos grados de folclorismo regional.
“Era como una especie de patrimonio nacional, yo no sé porque el gobierno terminó con esto -lamenta don Aquilino Martínez Reséndiz- cuando quitaron ese servicio de tren mixto (de pasajeros y de carga) acabaron con la economía del lugar; nosotros aquí vendíamos agua, café, muchas cosas, y se nos acababan, otros vendían piloncillo y quesos”.
Nacido en 1948 en esa estación, don Aquilino forjó su familia –una esposa y ocho hijos- al paso del ferrocarril, del cual se sostenían económicamente; “por esa falta de medios para sobrevivir, dos de mis hijos tuvieron que emigrar en el 97 a Estados Unidos, y otros están en San Luis, buscando nuevas oportunidades”.
A su vez, en “Estación Tamuín”, rayas trazadas sin sentido surcan las paredes; papayas y “aquiches” invaden el interior con sus ramas, y hasta un curioso (árbol) “orejón” se atrevió a nacer en el techo. La estructura de concreto y bloques aún sobrevive al paso del tiempo pero dentro yacen pedazos de alfardas convertidas en tizones: reflejo del último ataque de la inconciencia del hombre que dejó que el fuego la alcanzara.
Así agonizan los restos de aquel sitio: parada obligada del tren, y que alcanzó su máximo esplendor a finales de los sesentas, con vendedores que iban y venían ofreciendo plátanos, naranjas, cacahuates, refrescos, raspas y las infaltables gorditas de contenido diverso. Mercadeo que sostenía la economía de un poblado, que al igual que otros por donde pasaba la pesada unidad de pasajeros, se fue a la ruina cuando el servicio se acabó.
Con la melancolía que despierta la remembranza de aquellos tiempos mejores, doña Ambrosia Ramos Cázares recuerda sus despertares de niña al silbido del tren en su ejido natal, forjado por el esfuerzo de don Fabián –su padre- y otros contemporáneos. “Pasaban muchos trenes, desde temprano, en la mañana, en la tarde, también en la noche, y había mucha bonanza, la mejor época fue como en 1969”.
“Era una estación con mucha vida porque pasaban los trenes y mucha gente pasaba en él, porque viajar ahí era más barato; entonces se aprovechaba para vender, y las personas de aquí se iban arriba ofreciendo, hasta Las Palmas (la estación más próxima al poniente) y de allá los vendedores hacían lo mismo viniéndose hasta acá. Había trabajo para todos, de ahí se mantenían”, rememora.
Ahí, en ese sitio donde solamente quedan unas ovejas pastando la maleza que circunda a la estación, décadas atrás se derrochaba alegría de día y de noche. “No había desconfianza, no había maleantes, todo era muy bonito; recuerdo que mi esposo trabajaba en Estación Celis, y de aquí nos íbamos en el tren de las 5 de la mañana, pagábamos un peso de pasaje y nos regresábamos en el tren de las 10”, añade entre suspiros.
Estación Tamuín era además en esos tiempos, confluencia de ferrocarriles, porque ahí entroncaba el que corría hasta Ciudad Mante y el primero cuyo servicio se retiró, en la década de los setentas. Con la privatización del tren en 1997, los nuevos dueños trajeron maquinaria para desclavar esos rieles y durmientes, que se llevaron junto con vagones y góndolas en desuso.
El decaimiento de la economía tras la supresión de la corrida de pasajeros hace 22 años, provocó un severo impacto en la vida del ejido; pronto la migración de las nuevas generaciones hacia Monterrey, ciudades fronterizas del norte e incluso Estados Unidos apareció como opción. Hoy hasta su carretera fracturada y sus calles deplorables son reflejo de abandono.
Y aquel edificio que era una fortaleza en la que muchas veces los pobladores se resguardaron de ciclones, terminó alcanzado por el olvido, mientras su historia se desvanece en el tiempo, igual que esa tarde dominical de un mes que también fenece. Lo único que parece no morir es la esperanza de un nuevo viaje… del tren de pasajeros por “Estación Tamuín”.