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AQUISMÓN, SLP., 17 de noviembre de 2019.- A los espectaculares y muy famosos sótanos de Las Golondrinas y Las Huahuas, en el Pueblo Mágico de Aquismón, la naturaleza sumó fascinantes cuevas que ofrecen al visitante una aventura inigualable en sus paseos por la Huasteca Potosina.
LA CUEVA DEL LEÓN
A una hora desde Aquismón, por la carretera federal 85 primero y después por senderos asfaltados, rampas y terracería de la zona Tampaxal, se arriba a San José de Oijá, con sus hermosos e incomparables valles a decenas de metros de altura.
Después de admirar esos solitarios paisajes serranos donde se combina el blanco de las nubes con el verdor de la vegetación, el sitio de ascenso está junto a las primeras viviendas -justo frente al barrio El Encino- y el andar es acompañado por pastizales, maíz, frijol y café, hasta llegar a los pinos.
Cuando el prolongado ascenso obliga al descanso, los pulmones agradecen el respiro de aire fresco y puro. El desafío es recompensado –al llegar- por la vista de una combinación de paisajes ocultos en las paredes y techo de la gélida cueva, donde las caprichosas formaciones provistas de adherencias que las hacen ver “chinas”, retan a la imaginación.
Extraños arácnidos, cochinillas y moluscos albinos, son parte de la fauna singular, a la que se adiciona el revoloteo constante de los murciélagos. De vez en cuando el correr de un arroyuelo subterráneo y estrechas oquedades donde hay que usar la destreza para deslizarse dentro, tratando de comprobar la versión que la longitud de la Cueva del León, llega hasta Xilitla.
El nombre le viene al sitio por un supuesto y antiguo merodeo de -lo que los pobladores llaman- un león de montaña, que se ocultaba por el rumbo y seguramente en su interior. Otros afirman que hay huellas de un presunto hombre gigantesco e incluso que también espantan. Lo cierto es que ahí está para quien desee sumergirse en la aventura o en el mito.
CUEVAS DEL CARACOL Y PADUM
Después subir a Tamapatz, un letrero hacia la derecha -más allá de la plaza principal de esta localidad- indica siete kilómetros adelante. Todavía hay que subir “la zeta”, dejar atrás el pavimento, y entre terracería pasar La Arena y Octujub, hasta llegar a las primeras casas.
Ahí está Agua Amarga, en la misma ruta que lleva hasta Tampete y San Martín. Seguramente la que siguió hace décadas un sacerdote que –sediento, en su andar hacia el vecino estado de Querétaro- se detuvo para tomar líquido de un manantial cercano, contaminado por residuos orgánicos: “Esta agua amarga” -expresaría, según historias de los antiguos- y con ello daría el nombre al lugar, que en la cumbre de la comarca (al este de Aquismón) recibe al paseante con paisajes de verdes valles y frondosos árboles gigantescos.
A 300 metros sobre un camino de piedras acomodadas, aparece entre el follaje la negrura de la boca de la caverna, húmeda a más no poder. Es el sitio donde nace el agua que por medio de un sistema de tubería abastece a los pobladores.
El descenso al interior debe ser con pericia para no patinar en el fango de los primeros escalones. Después, una cuerda ayudará en el ligero ascenso sobre las paredes de la roca, que aunque se ven brillantes y en apariencia resbaladizas, son ásperas y facilitan los cinco metros de la subida.
Arriba a la izquierda hay una pileta llena de un agua tan cristalina que casi ni se ve, y que –según cuenta Rubén Martínez, el guía- nunca se seca; luego están caprichosas formaciones y al fondo una que se asemeja a la cabeza de un reptil amenazante.
A la derecha, las estalagmitas crean un singular paisaje: Pareciera una gran ciudad –amarillenta y brillante por la luz de las lámparas- con sus imaginarios edificios y catedrales, y hasta su torre caída sobre la otra, que en realidad no es más que una roca fracturada cuyo fragmento no alcanzó a llegar al piso.
Más adentro, el suelo también ofrece su propia belleza, con formaciones circulares y en espiral, precisamente en forma de caracoles, y que tal vez sean las que “bautizan” al sitio. Algunas están llenas de agua por un goteo y escurrimientos que llegan desde otro rumbo.
Tras dejar la Cueva del Caracol se retorna al camino principal para acercarse 200 metros dentro de la comunidad, hacia la Cueva del Padum, en un camino rocoso y de andar lento, que los pobladores recorren continuamente.
En el lugar se abastecen de agua para uso doméstico, y no es para menos: la transparencia sigue siendo una característica en cada uno de sus escurrimientos, hasta llegar al principal, que “ayudado” por una contención de cemento, forma un pequeño aljibe de donde se provee la gente.
El depósito está “custodiado” por el “padum”, que en tének (etnia a la que pertenecen los habitantes) alude a un felino. León le llaman algunos a aquella formación grisácea en la piedra, en la que se distingue un cuerpo robusto, los pies, la cola, y la cabeza con sus orejas.
CUEVA DEL ESPÍRITU SANTO
Es como parafrasear aquella canción de José Alfredo Jiménez, solo que aquí las piedras del camino no enseñan a “rodar y rodar”, sino a subir y subir, y se encuentran acomodadas una junto a la otra. Son húmedas y el ascenso es difícil, por eso se agradece el pasamanos de madera que aparece de cuando en cuando.
La aventura ahora es hacia la Cueva del Espíritu Santo. “Son como mil escalones, y no vamos ni a la mitad”, dice el guía Nabor. Así que de repente se vale usar las bancas que están en los descansos, respirar aire fresco y puro, oír el canto de las avecillas y admirar las elevadas cumbres de árboles y las florecillas naranjas que crecen en el mismo tallo de los arbustos.
Al cabo de poco más de media hora de andanza desde la comunidad, las dos oquedades aparecen en la falda de la sierra, como un par de hocicos hambrientos abiertos. Es la impresión que dan las pronunciadas estalagmitas que ahí están en una amplia cámara que invita a recorrerla toda.
“Brilla como si fuera oro –dice Toñito, y suelta luego el mito- porque aquí hay oro, nada más que es sagrado y la gente no lo puede sacar”, cuentan los relatos.
CUEVA DEL AGUACATILLO
Cuando parece que se ha visto todo en Mantezulel -con sus más conocidas grutas La luz de Sol y Espíritu Santo, aparece otra: El aguacatillo, que toma su nombre por los árboles del mismo nombre que circundan parte del sendero.
Desde la recepción (en la entrada a la localidad, ubicada a media hora de la cabecera municipal) se avanzan 800 metros entre un paisaje de café, plátano y palmilla, aderezado por el canto de los gallos y el trinar constante de los pájaros.
La variedad de su flora surge por la diversidad de mariposas, colibríes, abejas y murciélagos, que proporcionan un gran servicio ambiental a los campesinos, al polinizar las flores de varios árboles frutales. Por eso es importante respetar el medio ambiente a cada paso.
Para llegar hay que ir en ascenso sobre una escalinata de piedra, parar en el cruce que conduce a La luz de Sol y seguir hacia la derecha por un camino suave por la hojarasca. De pronto, la cueva aparece como de la nada, escondida entre la vegetación.
Tiene formaciones raras, principalmente por piedras que se han desprendido de la bóveda; algunas todavía permanecen sueltas, por lo que resulta peligroso intentar subir por ellas. Tras adentrarse por estrecho pasadizo se llega a una cámara enorme, con elevaciones de casi 40 metros de altura y que regularmente los avezados utilizan para la práctica del rapel.
Arriba, por un camino angosto, es posible acceder a cavernas pequeñas pero no por ello menos hermosas, pues las estalactitas y estalagmitas forman “paisajes” sorprendentes.