Abuso sexual infantil en preescolares de SLP y otros estados: OCDE
SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 29 de noviembre de 2018.- Apenas nacía la alborada un día de marzo de 1988 cuando José Tereso Hernández Aranda salió de su comunidad, Monte Oscuro, trepado en su vieja bicicleta Benotto -que cascabeleaba más que el motor de un auto setentero- y tras un recorrido de 40 minutos de camino llegó a otro campo entonces desolado y que entonces nunca imaginó que treinta años después sería uno de los parques urbanos más grandes del país.
Hablar del parque Tangamanga I no es sólo referirse a sus 420 hectáreas de extensión para convivencia de las familias potosinas, sino describir un espacio donde hombres como Tereso dejaron plantado algo más que árboles.
Él cavó a pico y pala cientos de hoyos para sembrar muchos de los ejemplares que hoy dan sombra a chiquillos, mientras corretean alrededor. En más de un agujero, quedaron fragmentos de su corazón.
Sus inicios en esa labor fueron memorables, casi como cerrar los ojos y recordar el fragmento de bosque que sembró, cómo al paso de muchos años lo procuró y fue testigo mudo de tanto pesar (…) perdió a uno de sus tres hijos, y aquellos gigantes daban cobijo a su dolor, día tras día.
-“Yo empecé como peón cavando hoyos y ahorita ya de jardinero me toca nomás podar el pasto; lo que podría decir es que me da mucho gusto ver el parque tan cambiado en todos estos años y pensar que yo anduve en sus inicios”, compartió emocionado, poco después de recibir un reconocimiento por su trayectoria de 30 años.
Esa mañana la elegancia salía sobrando, Tereso llegó ataviado con unos jeans y camisa verde oscuro que resaltaba aún más su tez acanelada, ya un poco ceniza por la diabetes. Releía su nombre sobre la placa dorada y la voz se quebraba de emoción.
-“Me da alegría que nos reconozcan (…) le doy gracias al gobierno porque me ocupó y mantengo a mi familia; todos los días me da gusto que la gente nos visite y mi experiencia es darles respeto a ellos y toda la gente que va a correr o hacer deporte”.
El recorrido desde su hogar –en Mexquitic de Carmona- se ha reducido por mucho, buena parte de estos treinta años corrieron a prisa sobre la Benotto y el resto ya viaja más cómodo tras el volante de una camioneta. Al llegar, Tereso se pierde entre la arboleda, juegos infantiles y una que otra historia romántica que se teje ahí dentro.
Pero si hay empeño en encontrarlo, sólo basta seguir el rugido de la podadora y reconocer sus botas jeep marchando detrás. La faena ya es menor, sólo corta el césped, también va cortando los años (…) antes de abandonar su corazón.