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SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 29 de septiembre de 2019.- Una obra por demás interesante para historiadores y gente no adentrada en el tema, resulta sin duda la “Miscelánea Potosina” del historiador Manuel Muro.
Una copia digitalizada del libro publicado originalmente en 1903, por la Tipografía de la Escuela Militar, se encuentra albergada en el fondo bibliográfico de la Universidad de Nuevo León.
Como su nombre lo indica, el texto contiene lo mismo biografías de destacados personajes potosinos, que artículos con datos históricos de inmuebles y sucesos de la vida cotidiana de la capital. Eso sí, todos investigados con el rigor que demanda la labor historiográfica.
En la web hay diferentes versiones de la denominada “Leyenda del callejón de las manitas”, pero Manuel Muro tomó como fuente para su relato el documento “Ejecución de justicia en las personas de Manuel Salas y Cruz Castañeda, asesinos del padre Don Antonio Gómez González”, redactado por José María Quesada, Oficial Mayor.
Datos adicionales los narra el historiador en primera persona, como testigo presencial de los hechos. Debió tener 12 años, cuando sucedió.
EL CRIMEN
Todo comenzó con un asesinato cometido la noche del 13 de enero de 1851, en una casa ubicada a un lado del entonces Hospital Militar, hoy Museo Federico Silva.
El escenario del crimen se encontraba en los límites de la ciudad, en una zona desierta y oscura y en la cual -por una razón nunca aclarada- se encontraba hospedado el sacerdote Antonio Gómez González, catedrático de latín en el Colegio Guadalupano Josefino, hoy edificio central de la UASLP.
El religioso estaba acompañado por Manuel Salas de 18 años y Cruz Castañeda de 17, quienes eran sus sirvientes. Los tres habían salido de la ciudad en noviembre del año anterior rumbo a San Miguel de Allende, pero luego de unos meses viajaron a Tierra Nueva, lugar en donde el catedrático recibió una considerable cantidad de dinero (cien pesos oro).
La casa a la que llegaron se encontraba en el callejón llamado entonces De la Alfalfa, en el barrio del mismo nombre.
El día de los hechos, cerca de las 9:00 de la noche, llegó Manuel Salas al hospital para solicitar ayuda ya que, según dijo, había encontrado a su amo herido en medio de la sala de la casa que ocupaban.
Salieron en su auxilio soldados y serenos quienes, en efecto, encontraron al sacerdote tirado en medio de un charco de sangre. Identificada la víctima, llegó al lugar el alcalde segundo constitucional de la ciudad.
El cuerpo inerte tenía un golpe en la mejilla derecha y trece puñaladas, tres de las cuales eran mortales por necesidad. Cinco heridas las había recibido por la espalda y lo habían atravesado de lado a lado.
UNA VELOZ INVESTIGACIÓN
La noticia del crimen corrió por la entonces reducida ciudad en cuestión de horas y debido a la relevancia del personaje implicado, además de la saña con que se había cometido, la investigación quedó a cargo del Juez Primero de Letras, quien ordenó la detención de los jóvenes sirvientes, así como de Pedro Herrera y su esposa Juana Mendoza, quienes eran los encargados de la casa donde ocurrió la fatalidad.
En doce días la autoridad aclaró el asesinato. Con presión (y quizá hasta con tortura) los jóvenes confesaron ser los asesinos. El 27 de enero fueron condenados a muerte y el matrimonio detenido debería permanecer en prisión seis años.
Cruz Castañeda, el más joven, no pudo aclarar por qué tenía manchas de sangre en su ropa y finalmente acusó a su primo del asesinato. El confeso, llevó a las autoridades al lugar en donde habían ocultado el dinero robado, así como el puñal con que quitaron la vida del clérigo. En el Camino a Cerro de San Pedro estaba el costalito con 98 pesos y el arma asesina.
Explicó el joven que su amo los trataba muy mal y que durante su estancia en Tierra Nueva, su primo Manuel había mandado hacer un puñal para vengarse. Éste dijo que efectivamente, había adquirido el arma, pero que la había perdido en Santa María del Río. Al final se inculparon mutuamente.
Narraron que cerca de las siete y cuarto del fatídico día sorprendieron al sacerdote cuando se encontraba descansando. Cruz le pegó con un garrote que servía para atrancar la puerta y Manuel lo apuñaló. La víctima intentó defenderse y por ello tuvieron que herirlo más de una docena de ocasiones. Salieron a esconder el dinero y el arma, y de regreso tomaron atole en la Alhóndiga. Ahí también compraron la cena, regresaron a la casa “para encontrar” el cuerpo y dar la voz de alerta.
En una segunda instancia, los defensores lograron salvar la vida de Cruz ya que era menor de edad y liberaron al matrimonio ya que se aclaró que no tuvieron nada que ver en la ejecución del plan.
Dada la relevancia del delito, el juicio llegó hasta una tercera instancia y ahí se condenó a los dos jóvenes a la pena de muerte a pesar de que Cruz, no tenía la edad ciudadana. La brutalidad del asesinato impedía su salvación.
Fueron declarados culpables de robo con violencia, abuso de confianza y asesinato con premeditación y alevosía. Como la víctima era sacerdote, ambos fueron excomulgados.
EL CASTIGO
Los jóvenes no morirían fusilados. Eran merecedores al “método del garrote”, es decir, serían atados a un poste y en el cuello les colocarían una especie de corbata metálica la cual se iría cerrando gracias a un mecanismo de tornillo que los ahorcaría lentamente y les fracturaría las cervicales.
Sus cuerpos serían expuestos en el cadalso por tres horas y les sería amputada, a ambos, la mano derecha. Estas serían después clavadas en el escenario del crimen con un letrero que diría “Por sacrílego crimen”.
No hubo piedad para los jóvenes, sólo el perdón de la Iglesia. Tres días antes de su muerte, en una multitudinaria ceremonia fueron recibidos de nueva cuenta en la fe.
Debieron arrodillarse en la puerta de la ahora Catedral y poner la frente en el suelo para pedir perdón. La parroquia se abrió y los condenados entraron. Manuel Muro dice haber estado en la plaza principal ese día, pero no logró entrar al templo.
La brutal condena se cumplió, aunque para ello hubo que traer a un verdugo foráneo ya que ningún potosino aceptó realizar la brutal tarea.
Sixto Zavala, era el nombre del excriminal encargado de dar muerte a los jóvenes delincuentes. Nunca volvió a tener paz, asegura el historiador. A donde quiera que iba era maldecido e incluso una vez fue apedreado.
El dueño de la casa donde fueron colocadas las manos amputadas, protestó y el gobierno tuvo que comprarle la propiedad.
Tiempo después surgió la leyenda: quienes pasaban por el callejón decían ver unas fantasmales manos clavadas en la pared.