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SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 19 de septiembre de 2019.- Por azahares del destino tres habitantes de la región Huasteca tuvieron la mala suerte de enfrentar la furia de la naturaleza en la Ciudad de México. Dos en el mortal terremoto del 19 de septiembre de 1985 y uno más, en el sismo de 2017.
Quadratín le presenta enseguida las narraciones de su experiencia en primera persona.
Un fallido viaje de compras
No era la primera vez que Ricardo Santos Lárraga viajaba a México; las experiencias anteriores no resultaban tan agradables, pero lo que estaba por vivir superaría –sin duda- a lo que antes estuvo expuesto. Hacía dos años que había iniciado un negocio en Tamuín y eran constantes sus viajes a la capital para abastecerse de mercancía.
“Llegué a la Terminal del Norte como a las 6 de la mañana (del 19 de septiembre de 1985); aparte de irme a tomar un café decidí pasarme el tiempo viajando en el metro, llegué a la parada del Zócalo, me bajé en los andenes y ahí había una maqueta de la Gran Tenochtitlán como de cuatro metros, cubierta de cristal para protegerla”.
“Estaba viendo esa maqueta cuando empezó el temblor, a las 7:19, empezó a moverse todo y veíamos como el cristal (de la pirámide) se empezaba mover y nos retiramos porque sentíamos que una quebrada del vidrio nos iba a lastimar; el piso, como de mármol, muy pulido, con el movimiento hacía que tambaleáramos…”
“Decidí sujetarme de una de las columnas redondas (…) y vimos que la gente venía desde los andenes corriendo hacia arriba de forma atropellada; una señora embarazada cayó y nadie se molestó en detenerse a levantarla, entonces me retiré para auxiliarla, la levanté y la llevé hasta la columna para que se sujetara…”
“La gente iba saliendo, otros caían y se levantaban por su propio pie, yo nunca había tenido la experiencia de un temblor de esa magnitud. Pensé (entonces) que ahí en la parte interior del metro, a lo mejor se magnificaba, por estar en las entrañas de la tierra, salí a la parte superior para evitar que una réplica me agarrara abajo…”
“Salí al Zócalo y no se veía gran cosa, empecé a deambular por las calles aledañas de por ahí y poco a poco empecé a darme cuenta (de la magnitud de la tragedia). Fui a una de las calles que está atrás del Palacio Nacional, donde estaba alguna de las empresas a donde iba yo a hacer mis compras y empecé a buscar…”
“Empecé a ver que había partes del Palacio caídas, la calle misma estaba fracturada a todo lo largo y escapaban agua y gases en otro de los lugares, en la calle de ‘Izazaga’ por ahí cerca también, estaban unas torres familiares, recientes esas construcciones, eran dos y todavía la gente a esa hora no salía de sus casas…”
“Esas torres cayeron, estaban acostadas, fue lo que me impresionó porque empecé a darme cuenta de lo que realmente había sucedido, supe que habían sido talleres de costura de varias fábricas, donde ya las costureras habían entrado a trabajar y los edificios se hicieron sándwich; de ser de seis pisos estaban a la altura de dos (pisos)…”
“De las ventanas colgaban telas, aunque tal vez eran cuerpos pero no los podía distinguir. Ya para ese momento, que serían como las 8:30 o 9 de la mañana, se había llenado de gente toda la zona, corrían al lugar donde pudiera haber algún familiar, y se empezaban a oír las sirenas de los cuerpos de auxilio, ambulancias y bomberos…”
“Se dificultaba llegar hasta los lugares por tanta gente. Llegué a ver que sacaban cuerpos y donde no podían entrar las unidades, se los pasaban por encima de la gente, de sus cabezas, a tratar de llevarlos hasta donde estaba la ambulancia; otras sangrando, iban por su propio pie con apoyo de alguien más…”
“Era una confusión terrible, aún así creí que el daño había sido de una o dos calles y nada más. Para evitar entorpecer, me fui nuevamente al Zócalo y me senté en las gradas de madera que se acostumbran poner, para el desfile del 16 de septiembre; ahí estaba cuando llegó un voceador, puso su radio y empecé a escuchar las noticias…”
“Fue como empecé a darme cuenta que iba siendo cada vez más grave la situación, estaban llegando convoyes de soldados con equipos de radio comunicación, empezaron a recibir órdenes desde helicópteros, para empezar a mandar gente a los lugares donde más se iba a necesitar ese apoyo”.
“Iluso de mí (…) fui a ver si abrían los negocios donde iba a hacer mis compras; todo permanecía cerrado y pensé que a lo mejor más tarde, o a lo mejor mañana, yo estaba evaluando si quedarme para no hacer una gasto mayor al ir y venir, pero empecé a hacer preguntas a la gente, y me dijeron que había sido muy grave el temblor…”
“Ya resignado empecé a caminar para ver si tomaba un taxi que me llevara a la Terminal del Norte, pensando en regresar y en que la familia se iba a enterar del suceso y se iban a preocupar…”
– ¿Sintió miedo, impresión, cual fue el sentimiento?
“No logras asimilarlo, es bastante fuera de lo que alguna vez en tu vida has podido ver (…) son pasajes como de película en donde veía muchas cosas que me impresionaban, como esas escenas donde la gente herida la pasaban encima de los demás en brazos, heridos, manchados de sangre, quejándose, gritando, suplicando…”
“Cuando vi que no podía conseguir un taxi tuve que caminar desde el Zócalo hasta la estación ‘Buenavista’, muchos kilómetros, caían objetos de arriba de los edificios, y luego de repente te encontrabas con que ibas avanzando y salía un bombero gritando: ‘atrás, atrás, porque aquí hay una fuga de gas y puede explotar esto…”
“Tuve que dar varios rodeos, nos encontramos con viviendas, hoteles y cines que estaban destruidos y la gente como podía andaba moviendo escombros con las manos, no se ponían a pensar que les podía caer otra cosa encima, lo que querían era sacar a familiares, amigos, o quien fuera que lo escucharan que estuviera quejándose…”
“Pude llegar a ‘Buenavista’ y tomé un taxi que me llevó a la Central y compré el boleto para venirme, traté de comunicarme con una hermana mía que trabajaba en Televisa San Ángel, le pregunté cómo estaba y me contestó que bien. Le deseé suerte y me dispuse a venirme. Horas después estaba ya en Tamuín; no volví desde entonces”.
Julia: La mujer que no estuvo ahí
Tenía 22 años y solo quería ser alguien en la vida. Soltera, trabajaba y estudiaba al mismo tiempo: Se ganaba la vida en un restaurante de la Ciudad de México y el resto del tiempo lo aplicaba a la carrera de Periodismo, donde había fortalecido una gran amistad con Marisa, Estela y María, sus compañeras de escuela.
Pese a tener poco tiempo de conocerlas, Julia Grijalva Méndez fincó enorme camaradería con ellas y quizá por eso no le fue tan difícil convencer a su hermana Alicia –con quien vivía por el rumbo de “Indios Verdes”- de que la dejara cambiar de residencia hacia el centro de la capital.
La nueva estancia sería en una casa de departamentos donde también les darían asistencia; el edificio era una construcción antigua, pero le ahorraba mucho tiempo y dinero en los traslados a su centro de estudios y al de labores. Además, era fácil de ubicar: estaba justo detrás del hotel “Regis”.
Su vida cambió aquel septiembre, cuando la añoranza de “su” Valles y el tiempo que tenía sin ver a -doña Julia- su madre, le llevó a ser insistente hasta el cansancio con su hermana. “Quiero ir a ver mi mamá, la extraño mucho, tengo unos ahorros y creo que con eso me va a alcanzar cuando menos para el pasaje”, avisó.
Alicia rebatió en varias ocasiones: “Deja que tenga dinero, ahorita no hay, espérate y yo te ayudo (con los gastos)”. Pero Julia sentía la ansiedad de viajar a la Huasteca, y no hubo argumento que la detuviera; empacó unas cuantas pertenencias y tomó el autobús de las 10 de la noche de ese 18 de septiembre de 1985.
Luego de poco más de nueve horas sobre la ruta federal 85, el “Ómnibus de México” llegó a su destino. Lo primero que vio fueron las noticias: “A las 7:18 de la mañana un terremoto con una magnitud de 8.1 grados había devastado la Ciudad de México”; los pronósticos eran terribles.
Aquellas palabras de la periodista Lourdes Guerrero, acompañadas de las imágenes oscilantes en el televisor se quedarían grabadas para siempre en su mente: “Está temblando… vamos a esperar que esto pase… hay que mantener la calma… ay, caramba”.
La comunicación entre su familia de Valles y su hermana en México era a través de una vecina que tenía teléfono; apenas llegó a la casa de su madre, Julia llamó a la capital para saber de Alicia. Ella estaba bien, pero la revelación que le hizo enseguida provocó un vuelco en su corazón:
“El hotel (Regis) se derrumbó por completo… parece que le cayó encima al lugar donde vivías”, le dijo alarmada. La misma ansiedad que antes Julia había sentido por venir a Valles, ahora la tenía por regresar a México, para saber de la suerte que habían corrido sus compañeras, y así lo hizo.
Su hermana fue por ella a la Central Camionera en la Ciudad de México, arribaron primero a su casa, a donde –en la medida de lo posible- empezaron a llegar algunas llamadas de los familiares de sus amigas, desde San Luis Potosí y Tampico. “Tampoco sabemos nada”, les explicó.
Los parientes viajaron también a México y allá se encontraron. Ni siquiera fue posible acercarse al perímetro, que estaba resguardado y reflejaba muerte por doquier; el inmueble donde habitó era solo un amasijo de fierros y concreto, con parte del hotel “Regis” encima.
Fue tal vez en ese momento cuando se acrecentó aquel sentimiento: Una combinación de culpa con alegría. Le dolía en el alma la pérdida de sus amigas –y más cuando sus familiares le repetían “¿por qué tú no estuviste ahí?”- pero al mismo tiempo sentía como si hubiera vuelto a nacer.
Aquella terquedad por viajar a lado de su madre una noche antes, esa persistencia que venció la negativa de su hermana, le impidió estar en el sitio de la tragedia y desaparecer para siempre aplastada por la fuerza de la naturaleza, como pasó con sus propias pertenencias, y con sus amigas, cuyos cuerpos jamás fueron localizados.
El terremoto de ese amanecer del 19 de septiembre de 1985 marcó la vida de Julia para siempre, no nada más por el pesar de perder a sus compañeras, sino porque a raíz del acontecimiento funesto, decidió truncar su carrera y volver a Valles, donde su voz vuelve a quebrarse cada vez que recuerda aquella amarga experiencia.
Perseguidos por los temblores: También Ricardo Santos hijo
Habrá quien pudiera pensar en una extraña atracción de la familia Santos hacia los temblores. ¿Casualidad, destino, ironía? Lo cierto es que 32 años después, en otro septiembre (pero de 2017), el hijo mayor de Ricardo Santos, llamado igual, debió acudir a la Ciudad de México, él no por negocios, sino para llevar a su hijo al Hospital Infantil Shriners a darle seguimiento a un tratamiento.
A las 11:40 de la noche del jueves 7, mientras dormía junto con su familia, Ricardo Santos Lara fue despertado por el terremoto de 8.2 grados, ligeramente más fuerte que el de 8.1 que vivió su padre en 1985, “muy fuerte, lo que ayudó fue que el movimiento solo fue oscilatorio no trepidatorio (…) salimos corriendo del séptimo piso del hotel donde estábamos”, recuerda impresionado.
“Mi esposa y mis hijos estaban dormidos cuando escuché la alarma de aviso de temblor, y unos segundos después se empezaron a sentir fuertes movimientos hacia los lados; desperté a mi esposa y le dije que se llevara en brazos a mi hijo más chico mientras yo cargaba a mi hijo de 10 años, y tomé de la mano a mi hija de 14; en ese entonces me pidió que tomara las maletas y le dije que las dejara ahí y que saliera lo más aprisa posible”.
“Las escaleras se me hicieron eternas (…) (el temblor) fue muy largo, más de dos minutos y medio; bajamos 7 pisos y salimos del hotel, ubicado frente a la Alameda, y todavía estaba temblando, y toda la gente salió, alguna en ropa interior y muy espantada. Estuvimos más de tres horas en la calle con frío y no podíamos ingresar al hotel porque lo estaban revisando (…) para regresar a las habitaciones tardamos más de cuatro horas”, agrega el sobreviviente.
Cuando corrió la noticia, Ricardo Santos Lárraga fue presa de la angustia, según recuerda su hijo: “Se saturaron las líneas telefónicas, (pero) pude contactar a uno de mis hermanos para avisarle que estaba bien y que le informara a mis padres mi situación para que no se preocuparan tanto porque por las primeras noticias y la magnitud del temblor ellos pensaban lo peor; gracias a Dios solo fue un gran susto”.
Seguramente el tamuinense revivió su recuerdo de aquel sismo del 85, entremezclado con la información de una cifra de muertos que iba en aumento y llegaría a un centenar, entre los cuales, por fortuna, no estuvo su primogénito. “Al día siguiente mi padre me habló y me pidió que me saliera de la ciudad, que me regresara, pero no podía porque (…) estaba por arribar un huracán (…) además de que tenía que ir a la consulta de mi hijo porque (…) no había cancelaciones”.
Ricardo Santos Lara aún tuvo que esperar dos días más para regresar a Tampico, su lugar de nacimiento y residencia, desde donde aún rememora esa experiencia que –al igual que a su padre- lo acercó a la furia de la naturaleza, y a la tragedia: “Solo queda la enseñanza de lo importante que es la prevención en estos eventos para poder salvar la mayor cantidad de vidas posibles; las nuevas técnicas e ingeniería ayudan a que (…) causen los menos problemas posibles”.