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CIUDAD VALLES, SLP., 15 de noviembre de 2019.- Músico y personaje público. De figura encorvada por el paso de los años, con pies indígenas curtidos por el andar descalzo sobre diversos rumbos de Ciudad Valles, y promotor de un melodioso ritmo que llegó a la Huasteca Potosina desde una lejana región sudamericana que -sin embargo y paradójicamente- no llegó a conocer nunca.
Nacido en Tamaletón (Tancanhuitz) el 30 de noviembre de 1925, el flautista cursó ahí sus primeros estudios, y tras su llegada -en 1942- al Internado de Pequetzén empezó a despertar su interés por la música. Mientras batallaba por aprender el castellano, se inscribió durante tres años en la Escuela de Agricultura de Rioverde, para luego salir rumbo a México a cumplir con su servicio militar.
En la capital del país –en plena época de la Segunda Guerra Mundial- aprendió el manejo de las armas, pero don Antonio prefirió la utilización de la flauta. Aunque como sucede con la mayoría de los artistas, esto solo podía hacerlo en sus ratos libres, porque necesitaba subsistir y para ello partió a Sinaloa, poniendo en práctica sus conocimientos agrícolas en los cultivos de caña.
Administrando plantaciones de tomate, algodón, y arroz, conoció el amor y casó en 1946 con una jalisciense: Consuelo Hernández Banda. Cinco años después la cruda realidad lo situó en la dimensión de la tragedia, cuando su esposa y un hijo por nacer murieron en un accidente; abatido y sin dinero, regresó a Tamaletón a lado de sus papás y con el compromiso de sacar adelante a dos vástagos pequeños.
Se entregó en cuerpo y alma a la música, pero le desanimaba que mucha gente pretendía pagarle con una botella de aguardiente. Ajeno a los vicios, estaba más preocupado por la formación de Antonio y Joaquín Hernández, sus hijos huérfanos de madre; al crecer, el primero decidió ingresar a la Marina y el otro cursó la carrera de maestro, lo cual le dio la posibilidad a don Antonio de iniciar una nueva vida.
En Tanlajás, contrajo matrimonio con Concepción Santiago y decidieron establecerse en Valles. Padre de otros cinco hijos, don Antonio se dedicó a la albañilería, a cuidar animales y a sembrar, también trabajó de velador en el Cuerpo de Bomberos, en una planta purificadora de agua, y aprovechando su cercanía con la empresa Fosmex laboró ahí durante los últimos años de esa fábrica.
Retomó su afición por la flauta y acudía a Tampico a comprar bambú para elaborarlas, hasta que decidió suprimir ese traslado y consiguió semillas para sembrarlo en su casa. Con esa facilidad su salida a las calles de la ciudad se volvió más constante, hasta convertirse en un personaje característico de Valles, incluso en protagonista de una obra del reconocido poeta local José Ignacio Martínez Maya.
Con la zampoña (instrumento rústico compuesto de varias flautas juntas) en la mano, se dedicó a ir por diferentes rumbos, asentándose en los sitios transitados para que la gente escuchara su música oriunda del Perú, y para que los más caritativos dejaran caer una moneda entre el regazo de periódicos donde él se sentaba en cuclillas por horas, esparciendo el “sikú” (sonido de viento).
La quena (flauta de indios peruanos) era otra de sus compañeras, junto con su sorprendente sapiencia musical, que pasaba desapercibida tras esa estampa humilde y callada.