De Aguas Blancas a Teuchitlán: 30 años de horrores e impunidad en México
19 de marzo de 2025
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9:00
Quadratín
Gina Salinas/Quadratín SLP
Transcurren los días y el dolor punzante de Teuchitlán no se va, ni se irá, así como no se han diluido tantos otros tantos horrores de este país. La indignación está en cada paso silenciado de esos cientos de zapatos, en las imágenes atroces que entristecieron la conciencia colectiva y nos recuerdan que en México puede repetirse este patrón de aniquilación con la anuencia de un sistema blandengue que lo tolera y, en algunos casos, lo protagoniza.
Los cerros de calzado, maletas y otras pertenencias personales en ese campo de exterminio contemporáneo, se convirtieron ya en la fotografía incómoda que marcará el sexenio de Claudia Sheinbaum, en su Ayotzinapa.
El rancho Izaguirre es la evidencia irrefutable de que la maquinaria criminal no se detiene con el cambio de estafeta presidencial, sino que avanza, cada vez más sofisticada, más impune, más deshumanizante.
Mientras eso ocurre, el gobierno mexicano (ese que prometió ser distinto) sigue la misma coreografía del PRI de antaño: negación, silencios, culpas repartidas, simulación, discursos baratos. Pero la lista de agravios es larga, y se incrusta en la memoria como una cuchilla.
El 28 de junio de 1995, en Aguas Blancas, un paraje tropical de Guerrero, la sangre de 17 campesinos indígenas se camufló sobre aquella tierra roja, fueron ejecutados por policías estatales al intentar manifestarse. Así sofocaba el gobierno cualquier brote de inconformidad, con fuego. Solo iban armados con sombreros de palma, y regresaron a sus pueblos convertidos en un número.
San Fernando, Tamaulipas, sigue pronunciándose quedito, como quien nombra una maldición. Agosto del 2010: entre cañaverales y carreteras fantasmas se sembraron 72 cuerpos en una tumba colectiva para migrantes centroamericanos. No hubo confusión, no fue un accidente, ni una masacre espontánea. Iniciaba la claudicación de este país.
Entonces la cifra escandalizó al mundo: 58 hombres y 14 mujeres, terminaron como carne apilada con una precisión macabra por negarse a ser esclavos del crimen. La versión oficial solo balbuceaba cifras, y a 15 años de distancia siguen sin ser identificadas nueve víctimas, por supuesto que no hay una sola sentencia por este hecho.
El viento árido de Ciudad Juárez arrastra polvo, desmemoria, fragmentos de cruces rosas, y también impunidad. Desde los años noventa, esa frontera encendida por las maquilas y la violencia se convirtió en antesala para el horror que ahora viven las mujeres en todo México. Fueron más de 300 asesinadas entre 1993 y 2005, cuerpos inertes en lotes baldíos, rostros desfigurados, marcados por la sevicia de sus verdugos.
¿Asesinos seriales, rituales, bandas de trata? No. Fue solo desprecio por la vida de las mujeres pobres, y la indiferencia institucional que permitió la barbarie.
La noche del 26 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero, el país entero supo lo que era desaparecer en vida. Cuarenta y tres estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa se desvanecieron entre balas, oscuridad y un Estado cómplice, que entonces encabezaba Enrique Peña Nieto.
Complicidad de autoridades municipales, policías y crimen organizado. La “verdad histórica” que intentó imponer Jesús Murillo Karam desde la PGR se desmoronó con la misma rapidez con la que miles de mexicanos salieron a las calles, con el grito irrefutable: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!, y se volvió un himno constante.
Cada capítulo de horror parece lejano y, sin embargo, todos se entrelazan como lo que son: masacres silenciadas, dolor, impunidad, desapariciones administradas, instituciones rebasadas.
Y es imposible no ver cómo Andrés Manuel López Obrador contribuyó a normalizar aún más la tragedia del país que gobernaba, con su discurso ruin de abrazos y no balazos. El tabasqueño prefería descalificar a madres buscadoras, atacar a periodistas y convertir así el dolor en simple estadística.
Hoy, en los albores del gobierno de Claudia Sheinbaum, el país no solo arrastra las fosas clandestinas y masacres del sexenio anterior, sino que enfrenta una violencia desbordada, cínica, enraizada en la negación y la indiferencia institucionalizada.
Las víctimas de Teuchitlán nos gritan desde las entrañas de un país incapaz de garantizar la vida de nadie, donde una doblegada clase política -de ayer y de hoy- aprendió a convivir con la barbarie cerrando los ojos.
Esta verdad no se puede sepultar en el silencio, ni México condenarse a repetir más tragedias.