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CIUDAD VALLES, SLP., 26 de marzo de 2020.- Para el gobierno ha sido fácil decretar tras un escritorio la suspensión de salidas a la vía pública –como parte de la contingencia sanitaria por el Covid 19- pero para quienes hacen de la calle su propio centro de trabajo, quedarse en casa equivale a no ganar dinero y en consecuencia, carecer de los recursos económicos para sostener a los suyos o para mantenerse a sí mismo.
NO TRABAJAN, NO COMEN
Es el caso de Miguel Zúñiga García, un hombre de 67 años quien todas las mañanas llega desde el ejido Tampaya a la zona de los mercados a bordo de su silla de ruedas, único medio de traslado desde que perdió sus dos piernas –trece años atrás- a causa de la diabetes y la mala circulación sanguínea, males que también le provocaron quedarse sin dos dedos de la mano derecha. La vida le ha despojado de partes de su cuerpo, pero no de la voluntad de salir adelante:
“A veces no hay ni para un taco, tengo varios hijos pero también están apenas; por eso me tengo que venir a trabajar, poquito que la gente me apoye”, explica mientras expende sus golosinas en un pedazo de unicel que hace las veces de estante, esperando obtener dinero para cubrir sus gastos.
“Con lo que saco aquí puedo comprar mis medicinas, y hasta arreglar mi silla, como ahorita que le tengo que comprar un balero, que vale 120 pesos cada uno, y si no lo tiene me puedo caer”.
Pero a don Miguel lo sostiene también su propia filosofía, a la par con los ánimos de salir adelante: “Dios me prestó vida, tengo que echarle ganas, hacer por mí mismo, y no voltear atrás”. Llega a las 8 de la mañana en el transporte urbano, y se retira a casa después de las 3 de la tarde, ya cuando aumenta el cansancio en su espalda, “hay que seguirle, aunque se nos cierre el mundo, Dios sabrá hasta cuándo”.
A unos cuantos metros –casi en las mismas condiciones- Liberio Quintero Covarrubias hace lo propio para sobrevivir. Antes podía caminar y se desplazaba en el centro apoyado con muletas, pero desde la amputación de su pierna derecha hace doce años, a causa de la diabetes, se vio obligado a moverse solamente en su silla de ruedas; casi enseguida y por la misma razón, le cortaron la mano derecha.
Tiene algunos hijos pero no cuenta con su apoyo, por eso debe salir a diario desde la colonia Juárez, enfrentando todas las dificultades del trayecto; a veces encuentra alguien que le ayude a empujar su transporte, a cruzar una calle o a subir algún puente. Así arriba al centro de la ciudad cada mañana, sorteando el tráfico, desplazándose entre los peatones, para ofrecer sus chicles sobre un pequeño exhibidor de madera.
“Tengo que enfrentar la vida, con sus adversidades, y luchar, hasta que Diosito me lleve; vendo poquito, pero sirve para mantenerme, luego me meto al mercado a comer, y pago mi comida”, revela con su mirada adusta, a veces huraño, hasta que va adquiriendo confianza mientras avanza la charla. Luego se pierde entre la gente, no sin antes levantar su muñón derecho a manera de despedida.
¿GELATINA O BOLEADA?
A menos de tres cuadras de ahí, dos voluntades subsistiendo a pesar de las limitaciones físicas –y ahora de la cuarentena- se han unido en una misma avenida: La Miguel Hidalgo; separados apenas por unos metros, pero sabiendo que la arteria principal de la ciudad da para la clientela en dos ramos muy distintos. El primero es Mario Villarreal Medrano, un joven radicado en el Barrio Las Lomas, quien comercia flanes y gelatinas.
De 31 años recién cumplidos, se ayuda con una cartulina fluorescente en la que anuncia los productos que yacen a un costado, en una hilera de plástico; esa es la única forma de comunicarse con el mundo exterior y con los eventuales adquirientes, porque carece de los sentidos del habla y del oído. Pese a ello, no pierde la sonrisa, como tampoco su sentido de responsabilidad, entregando gel antibacterial a todo el que se detiene a comprarle.
Enseguida, de espaldas y absorto en su encargo, Eleuterio Benítez Santos, cumple una tarea que va más allá de ser un aseador de calzado común, porque su presencia constante a lo largo de las últimas décadas lo ha convertido en un personaje de la ciudad y en un ejemplo de supervivencia. Sin movilidad en las piernas, adaptó un triciclo para desplazarse hasta su sitio de trabajo, donde los solicitantes del servicio se le acumulan.
Nació en Tamazunchale en el seno de una familia humilde dedicada a labores del campo, pero por su problema físico no podía contribuir con trabajo como sus hermanos. Sufría constantes regaños de su padre, por eso un día tomó la decisión de viajar a Ciudad Valles para salir adelante; aquí le enseñaron carpintería, sin embargo la escasez de recursos que ahí sufría lo llevó a aprender el lustrado de zapatos, oficio que ha transformado en todo un arte.
CUARENTENA SIN CLIENTES
Matías Hernández también llegó de fuera: Entre la década de los ochentas y noventas era un empeñoso empleado de limpieza en la Presidencia de Tamuín, hasta que lo desocuparon y viajó a Valles, donde recorre las calles empujando un carrito de helados; ahora es un hombre de la tercera edad que ya se toma un descanso en el exterior de Bancomer bulevar, a la espera de que algunos de los cuentahabientes se detengan a mitigar el primaveral calor del mediodía.
Frente a otra sucursal bancaria: Banorte Carranza, otro hombre también carece de clientes. Filas enormes de quienes van a recoger sus apoyos federales se forman junto a él, pero el reemplazo de su pierna por un pedazo de plástico no es motivo suficiente para que las personas se detengan a comprarle sus mazapanes; desanimado, esa indiferencia hará que se retire temprano, apenas al comienzo de la tarde.
Los ambulantes indígenas –principalmente mujeres- tampoco pueden darse el lujo de quedarse en casa, aunque la gente se detenga poco a comprarles. A lo largo de la calle Madero (entre Abasolo e Hidalgo, incluso hasta la Juárez), llenan las banquetas con el colorido de sus productos; poco que obtengan, les preocupa más morirse de hambre que de cualquier pregonada enfermedad de moda.