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No es válido culpar al presidente López Obrador por el sentimiento de rencor y odio en la sociedad mexicana. Pero tampoco es del todo ajeno, especialmente en lo segundo. Las causas del descontento anteceden a su arribo a la más elevada responsabilidad pública, acompañado de una amplia mayoría en el Congreso y triunfo arrollador en los comicios locales concurrentes. La prédica del candidato dio curso a la causa originaria, la escandalosa corrupción y frivolidad del gobierno de Peña Nieto, y al sentimiento compartido por muchos de abandono por el sistema económico y político. Corrupción y marginalidad van de la mano; por igual fueron coyuntura e inercia estructural.
El candidato ya en el poder no abandonó su condición de azuzador del descontento colectivo. Decidió continuar con la dinámica de su campaña, que le sirvió para ganar aceptación y de plataforma para justiciar sus polémicas y discutibles decisiones en materia de seguridad, economía, obra pública, política social y educativa y, en su momento, salud. Para cualquiera sería costoso y desgastante en las determinaciones del nuevo gobierno. No para López Obrador.
Dos fueron sus recursos para lograrlo: el protagonismo mediático con las comparecencias mañaneras, y la descalificación del pasado. No importó la impunidad respecto del gobierno que le antecedió, tampoco que el señalamiento de repudio se resolviera selectiva y funcionalmente para el proyecto en el poder; sucedió porque el sentimiento de rencor social es profundo. Radicalizarse y recogerse en la terquedad le dio fuerza y autenticidad. También tuvieron que ver el miedo o la incompetencia de sus opositores, y la connivencia de las elites. El rencor se torno también en odio.