Libros de ayer y hoy
Es un orgullo que José Francisco Ponciano Arriaga Leija naciera en este dulce y bronco solar potosino. Más allá del frío bronce de sus estatuas, hubo un hombre de carne y hueso, con un corazón enorme para abrazar la causa de la patria y de sus hijos más necesitados.
Casi recién abiertas las aulas del Colegio Guadalupano Josefino, por el ilustre jurisconsulto Don Manuel María de Gorrillo y Arduengo, Ponciano cursó sus estudios preparatorios y de abogacía, concluyéndolos con excelentes calificaciones. Tuvo que solicitar autorización para obtener el título de abogado, pues al no contar con la edad requerida por el Superior Tribunal de Justicia del Estado, tuvo que ser habilitado para que pudiera presentar su examen profesional, habiendo sido aprobado para ejercer la abogacía el 14 de enero de 1831, a la edad de 19 años.
No es improbable -y me atrevo a imaginar- que bajo los libros obligatorios tal vez se ocultaron, cuidadosamente, las hojas libertadoras que revelaban el pensamiento y las ideas de Rosseau y Madison, de Montesquieu y Toqueville.
Son tantas las veces que Arriaga cita a estos caudillos del pensamiento ilustrado y libertario, que no sería difícil pensar en un temprano y acucioso estudio de las ideas más avanzadas de la ilustración y el enciclopedismo. Pero si no hubiera sido así, si los primeros libertadores americanos y los pensadores franceses hubieran llenado sus horas de estudio años más tarde, lo cierto es que, desde su más tierna edad, Ponciano tuvo la oportunidad de tener contacto con las gentes del pueblo: los campesinos, arrieros y mineros, situación que a la postre serviría para formar su conocimiento de las clases pobres del país, desde entonces –infortunadamente- sumamente numerosas.
Periodista, legislador extraordinario, en San Luis y para México entero; gobernador, liberal, defensor de la patria y de sus hijos más pobres, dejemos que sean sus palabras las que nos describan como pensó y como sintió Ponciano Arriaga al México de los grandes contrastes: “uno de los vicios más arraigados y profundos de que adolece nuestro país… consiste en la monstruosa división de la propiedad territorial”, ya que: “Mientras que pocos individuos están en posesión de inmensos e incultos terrenos, que podrían dar subsistencia para muchos millones de hombres, un pueblo numeroso, crecida mayoría de ciudadanos, gime en la más horrenda pobreza, sin propiedad, sin hogar, sin industria, ni trabajo”.
“Ese pueblo no puede ser libre ni republicano, y mucho menos venturoso, por más que cien Constituciones y millones de leyes proclamen derechos abstractos, teorías bellísimas, pero impracticables, en consecuencia del absurdo sistema económico de la sociedad”.
El legislador potosino, al momento de formular su voto particular sobre la propiedad, en el Constituyente de 1856, acepta y reconoce el derecho de la propiedad y lo considera inviolable, pero considera que debe organizarse de tal modo que sus “infinitos abusos” sean desterrados. Entre otras cosas, denuncia también el modo en que opera la explotación del trabajo de los campesinos.
Dice Ponciano Arriaga: “Los miserables, sirvientes del campo, especialmente los de raza indígena, están vendidos y enajenados para toda la vida, porque el amo les regala el salario, les da el alimento y el vestido que quiere, y el precio que le acomoda, so pena de encarcelarlos, castigarlos, atormentarlos e infamarlos, siempre que no se sometan a los decretos y órdenes del dueño de la tierra”.
Cuánta razón tuvo Arriaga al describir lo que la gente del campo vivía y se perpetuó hasta el porfiriato, según lo describe John Kennet Turner en su México Bárbaro: hambre en el campo, tienda de raya, deudas pasadas de padres a hijos, latifundio, ignorancia, derecho de pernada, incluso tortura, exilio y finalmente, sufrimiento para una población mexicana –rural- en su inmensa mayoría.
Tuvo que estallar una nueva revolución, integrarse un nuevo constituyente, emerger de él una nueva constitución para que el pensamiento del legislador potosino se materializara en el reparto agrario, la creación del ejido y, desde luego, en el artículo 27 constitucional, ahora sí, con un sentido social que se vino impulsando desde los clubes liberales. Uno de ellos, por cierto, llevó su nombre y fue presidido por su sobrino-nieto, el ingeniero en minas, Don Camilo Arriaga.
Otra de las grandes hechuras del prócer potosino, fue la creación de procuradores de pobres. Don Ponciano Arriaga Leija, como diputado al Congreso del Estado de San Luis Potosí, haciendo uso el derecho que le otorgaba el artículo 120 de la Constitución Potosina de 1826, el 7 de febrero de 1847 presentó al Congreso la propuesta del establecimiento de procuradurías de pobres, como instituciones defensoras de sus derechos.
Comienza por hacer una descripción de la pobreza y de los pobres; de esa “clase desvalida, menesterosa… abandonada á sí misma”; y de esos que “se ven desnudos y hambrientos, por todas partes vejados, en todas partes oprimidos”.
Y Arriaga se pregunta: “¿a quién incumbe la protección, el amparo, la defensa de esta clase infeliz á que me refiero?… ¿Qué hace, pues, la sociedad a favor de los pobres? Nada ¿cómo protege sus derechos? De ningún modo”. De ahí que proponga que sea creada una institución estatal que tenga por objeto defender a los pobres, y esas serían las procuradurías de pobres con tres procuradores como titulares de las mismas. Si hoy existen instituciones como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y las correlativas comisiones estatales, así como la defensoría de oficio, es porque hubo un potosino, un gran legislador potosino que no hizo sino hacer suyos la desesperación y el dolor de quienes menos tienen.
Es evidente que en el liberalismo de Ponciano Arriaga existe una profunda convicción de las causas sociales.
Su legado es claro: optar, al formular normas, por aquellos que menos tienen. Decidir convencido, al planear, diseñar e instrumentar políticas públicas, también, por aquellos que menos tienen.
¿Qué les falta a los legisladores, hoy día, para querer ser como Ponciano Arriaga?