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En las últimas semanas se divulgó ampliamente la noticia de excomunión a un alto jerarca italiano y a un grupo de monjas conventuales en España. De manera simple, la excomunión se considera la pena más grave para un bautizado y consiste en apartarlo de la comunión de los fieles de la Iglesia Católica así como del acceso a los sacramentos; sin embargo, quizá no se dimensiona enteramente lo que esta pena impone a un creyente católico.
De hecho, no pocos feligreses –con más gentileza que comprensión de la gravedad de la excomunión– de inmediato declararon que comenzarían a rezar por las ex religiosas y el ex arzobispo cismáticos. Y aunque a nadie se le prohíbe rezar y pedir la intercesión divina por un excomulgado, justo lo que habrían perdido estas personas con su excomunión es tanto la dimensión mística de pertenencia como el vínculo de unión con la Iglesia. Así, sólo auspiciados por una misericordia divina incognoscible para los mortales, los excomulgados no pueden recibir las gracias, los favores, las intercesiones ni la salvación por parte de la Iglesia. No hasta que manifiesten su arrepentimiento, la declaración pública del credo, el acto de fe y la manifestación de obediencia al sucesor de Pedro (el Papa) y a los sucesores de los apóstoles (los obispos).
Así que, para entender la excomunión es necesario comprender en qué consiste la comunión y qué es lo que pierde un bautizado cuando es declarado excomulgado (o cuando entra en excomunión de forma automática por cometer pecados graves cuya absolución está reservada al Papa o a los obispos).
Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la comunión en la Iglesia está fundamentada en la unidad de los fieles en Cristo y con Cristo. Esta unidad se manifiesta de manera plena en la Eucaristía, el sacramento de la comunión por excelencia del que emana la unidad de toda la asamblea de creyentes (tanto de la Iglesia militante -los católicos que habitan la Tierra-, la Iglesia purgante -los fieles difuntos que purifican sus faltas en el purgatorio-, y la Iglesia triunfante -quienes están plenamente en presencia de Dios-). La comunión desde esta perspectiva habla de una relación vertical, con Dios y, al mismo tiempo, en una relación horizontal, que se verifica entre todos los miembros de la Iglesia.
Pero además, esa Iglesia vive y permanece en una comunión jerárquica donde forman parte fieles, clérigos y laicos; y en ese orden –presidido por el Papa y los obispos en comunión con él– se garantiza y mantiene la comunión. Esto último es importante porque la excomunión no sólo acontece cuando se explicita el rompimiento de los bautizados con Cristo sino también con los signos visibles de la comunión jerárquica de la Iglesia, que son el sumo pontífice y el cuerpo episcopal. Por eso Benedicto XVI no se cansó de mencionar que la comunión eclesial “es un don y una tarea”.
Entonces, ¿de qué se pierden los excomulgados? De entrada, si la comunión en la Iglesia refleja la unión con el Cuerpo Místico de Cristo, los excomulgados no pueden entrar en esa unión (salvo que les sea desatado tal impedimento), no pueden participar de ningún sacramento, especialmente la Eucaristía. También se deja de pertenecer a la comunión eclesial sin poder participar ni recibir los dones particulares de sus miembros; el excomulgado además pierde temporalmente su “sitio” en la histórica peregrinación de la Iglesia terrenal hacia la Gloria. En concreto, los efectos de la excomunión son la pérdida de los sacramentos, de los servicios públicos y oraciones de la Iglesia, el entierro eclesiástico, la jurisdicción, los beneficios, derechos canónicos e interacción social para el excomulgado.
Perder la pertenencia a dicha unidad es una forma de entender la excomunión y aquel que recibe esta pena –ya sea por vía de un juicio canónico o por realizar actos conscientes, premeditados o consuetudinarios contra los principios de esa unidad– debería, en principio, hacer lo posible por recuperarla. El auténtico creyente tendría necesidad de recuperar su lugar en esa unidad; de hecho, en el pasado, a los fieles católicos se les conminaba a no entrar en diálogo, contacto o convivencia con los excomulgados ni en temas religiosos ni en la vida cotidiana o asuntos profanos.
Ahora bien, ¿hay excomuniones injustas? La respuesta es simple: sí. Decía un pontífice que mientras “algunas personas pueden estar libres a los ojos de Dios, permanecen atadas a los ojos de la Iglesia; y viceversa: algunos pueden ser libres a los ojos de la Iglesia pero atados a los ojos de Dios. El juicio de Dios –explicaba– se basa en la verdad en sí misma; el juicio de la Iglesia se basa en argumentos y presunciones que, en ocasiones, son erróneos”. Y, sin embargo, el camino tanto para el excomulgado justamente como aquel inocente excomulgado, en el fondo es el mismo: Está obligado a obedecer la autoridad legítima y a comportarse con humildad, como quien está bajo la proclama de excomunión hasta que se rehabilite o resuelva. El inocente quizá no ha perdido la comunión interna con la Iglesia y Dios le puede conceder toda la ayuda espiritual necesaria; pero su deseo de ser signo visible de unidad, le urgiría a recorrer el mismo camino de penitencia y humildad que uno culpable, de lo contrario, de no querer buscar solución o desde la vanidad de sus certezas, la excomunión sería el menor de sus problemas.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe