Diferencias entre un estúpido y un idiota
Ya se advertía que en los últimos años las democracias latinoamericanas venían perdiendo credibilidad en diferentes naciones. Los resultados que los gobiernos ofrecen a sus electores siguen estando por debajo de las exigencias. «Latinobarómetro», la institución que ha venido haciendo estas mediciones, reportaba que como saldo en 2018 el apoyo a la democracia sólo alcanzaba el 48 %.
La desilusión frente a los gobiernos por la ineficacia en su operación y por los escándalos ha colocado a la democracia en una situación preocupante. El desencanto por los malos gobiernos se ha traducido en decepción por la democracia y sus métodos. La opinión pública identifica los costos negativos de gobiernos específicos como costos de la democracia, no obstante ser cosas distintas.
Que sólo el 24 % de la población latinoamericana se sienta satisfecha con los resultados de la democracia es un dato alarmante. En parte, esta condición explica las tendencias autoritarias que están siguiendo algunos países. Es lógico comprender que el hartazgo por malos gobiernos aproveche las vías democráticas para generar cambios, aunque dichos cambios refrenden valores contrarios a la democracia, léase Bolsonaro, Trump o Maduro.
Con toda razón el enojo de los mexicanos modificó radicalmente el escenario electoral y dio una paliza a los partidos que identificó como ligados al desastre nacional en varios rubros: seguridad, corrupción, pobreza, transparencia, eficiencia, eticidad. Desafortunadamente, también en México, como es la tendencia latinoamericana y mundial, el desprestigio del sector hegemónico de la clase política ha arrastrado en su caída a la democracia y sus valores. De tal manera que su práctica, ya de por sí debilitada, busca ser sustituida por acciones de autoridad encontrando un eco abrumador en una población que está urgida de liderazgos fuertes sin más.
En el caso mexicano las expectativas que el nuevo gobierno ha arrancado son enormes. El capital político con que cuenta es de tal magnitud que puede darse el lujo de cometer errores económicos y políticos sin que el apoyo social pueda verse mermado. Lo cual es bueno, pero también malo. Bueno si las políticas públicas son correctas y a lo largo de los meses y los años se cristalizan en resultados estimulantes para el desarrollo del país y la cohesión social. Malo, si promueve la confrontación, ejerce su poder sin contrapesos y toma decisiones improvisadas que al paso del tiempo edifiquen una distopía.
El estilo autocrático de gobernar sólo admite la contradicción de sí mismo, pero no de las voces opositoras. Ese preocupante rasgo apareció ya frente al tema de la Guardia Nacional. En un primer momento se rechaza la militarización y luego se la abraza a rajatabla. Se convoca a la ciudadanía y a los especialistas sólo como escenario de fondo para finalmente aplastar con la mayoría. Es un estilo cuestionable que sólo admite la decisión personal.
El mismo estilo en el combate al huachicol, que camina hacia una victoria trágicamente pírrica, bajo un plan improvisado, que descuidó la atención a los riesgos en las poblaciones influidas por la delincuencia, dejando de lado variables críticas como el crimen organizado (Cartel Jalisco Nueva Generación, el Santa Rosa de Lima y Zetas) y el control perverso que estas ejercen sobre innumerables poblaciones. Una singular estrategia que ha dejado intacta la estructura corrupta del sindicato de Pemex.
Sin embargo, el ejecutivo federal sabe que hasta ahora tiene un amplio respaldo y que dispone de un poder inmenso. Tan grande que ha convertido las cámaras en su oficialía de partes, y a senadores y diputados -que antes creían firmemente en la no militarización- en sumisos servidores dispuestos a transformar al país en una gigantesca zona militar, regresando a los tiempos previos a la presidencia de Calles, y a convertir la Secretaría de Seguridad Pública en el simple departamento de recursos materiales de las tropas. Si el legislativo había sido envilecido en los gobiernos precedentes, la actual sumisión justificada en aras del «interés superior» ha profundizado esa característica.
La tendencia autocrática del gobierno no se debe sólo al presidente, es también obra de sus seguidores. Las mismas multitudes que aplaudían los discursos en contra de la militarización del país son las mismas que ahora aplauden la aprobación de la Guardia Nacional; las mismas que protestaban por la elección de un fiscal carnal son las que ahora respaldan acríticamente la elección del fiscal del presidente; son las mismas que aplauden las expresiones liberales juaristas a la vez que se derriten con la Cartilla Moral de Alfonso Reyes y la Constitución Moral para instituir una moral de Estado; son las mismas que aclamaban al EZLN y ahora lo difaman y destrozan en las redes sociales; son las mismas que creyeron en el relato del «pueblo bueno y sabio» y ahora, sin comprender la complejidad del problema, condenan por herejía a una población acechada y manipulada por la delincuencia como consecuencia de la ausencia del Estado (Tlahuelilpan).
La opinión pública en su mayoría cree, como acto de fe, en que el gobierno que eligió, así se contradiga, así cometa pifias económicas y errores fatales de operación como el de Tlahuelilpan -no debe olvidarse que la tragedia se da en el marco de una guerra total del Estado contra el huachicol- podrá resolver los problemas que heredaron gobiernos previos. Creer en la posibilidad de un «pueblo bueno y sabio», solo porque es mayoría simple, es correspondido con un acto de fe en el gobierno.
La euforia del poder es tal, que como suele ocurrir, la memoria histórica ha sido confinada a los inventarios inútiles del pasado. El afán es reescribirla para que el sentido de salvación tenga una justificación, es decir, reescribir el laicismo, el papel de las fuerzas armadas, las potestades de la figura presidencial, la relación entre poderes, el papel de la sociedad civil, y lo que es más interesante, el sentido de congruencia y de verdad.
El impulso de la fe para sustituir el debate público fundado en razones no es la mejor noticia para la salud de nuestra endeble democracia y sin embargo es lo que está ocurriendo. Por ejemplo, el debate en las redes sociales sobre la estrategia contra el robo de gasolina ha sido de todo, de calumnias, abundantes mentiras, difamaciones, de intolerancia, de linchamiento, de polarización, pero sobre todo de promoción del nuevo criterio de verdad: si son muchos es verdad si no es mentira, como si la verdad fuera un asunto de mayorías. Y si ocurren tragedias como la de Tlahuelilpan acusarlos de herejía pone a salvo al «pueblo bueno y sabio» y al ejecutivo le concede la condición de víctima y mártir.
La fe ciega es el consenso del nuevo gobierno. La cuarta transformación ha aprovechado de manera notable el descrédito de la política reciente para fincar no un cambio basado en la racionalidad política, en la democracia y en los valores de la república sino en la fe, en la credulidad, en los sentimientos de indignación que profesa una sociedad agraviada que no encontró mejor alternativa que la del coraje contra quien le ofendió. El ofensor, el objeto de odio, por supuesto, lo dicta el presidente según la coyuntura. De la credulidad no nace la democracia, en todo caso emerge el fanatismo y eso es lo que está estimulando riesgosamente el nuevo gobierno. Basta ver el comportamiento social en las redes y las consecuencias de algunas de sus medidas improvisadas para entender que en materia de «consenso» caminamos por rumbos que no quisimos.