Esquiroles de oposición, apoyan a Morena
El año anterior, julio 1979, había firmado la nota de la caída de Anastasio Somoza desde Tapachula, igual que todos los corresponsales extranjeros y reporteros mexicanos que esperamos dos días para que nos dejasen aterrizar en Managua, cuando el dictador ya había abandonado el país.
Esa fue la primera vez que viví, como reportera, con 28 años de edad, la adrenalina de la nota de la violencia, de la guerra que no fue, de convertirte en testigo de la historia.
Un año después viajé al Cairo, Egipto, para visitar a mi pareja que entonces era agregado militar en la embajada. En el avión me encontré con un grupo de señores ya mayores que eran idénticos a mi padre, a mis tíos y que me hablaban en árabe esperando que les respondiese. Les pregunté en inglés de dónde eran: venían de Irak.
Al regresar, le platiqué a quien me cortaba el cabello. Estaba impresionada por el parecido. Mi bisabuelo había llegado de Líbano, vía Francia, a finales del siglo XIX. Casualmente, buena suerte del reportero, éste conocía al nuevo embajador y me llevó con él. Recibí una invitación para cubrir una gran reunión petrolera que iba a tener lugar en noviembre de ese año, 1980, y me concedieron de inmediato una visa de periodista. Principio de Septiembre.
El 22 de ese mes estallaba la guerra entre Irak e Irán, y la redacción del Sol de México entró a la espiral de la noticia, cómo era hace 40 años, cuando la nota se ganaba, literalmente, en el campo de batalla. El director, un hombre pleno de afabilidad, sin complejos, César Silva me dijo que subiese a hablar con don Mario, que lo convenciera, que ya teníamos, plural, la visa.
El gobierno de Irak había avisado que no permitiría la entrada de periodistas sin acreditación, y no había como conseguirla.
La oficina de don Mario era inmensa. Y todos le teníamos miedo. Subir a verlo era muy grave, por algún error tremendo. Me recibió escrutándome, de arriba abajo, supongo que no me conocía. Yo no recuerdo ningún encuentro previo a éste. Me dijo, no se me olvidará, que sus amigos se burlarían de él si mandaba a “una vieja” a la guerra… sin embargo, yo tenía la visa en mi pasaporte y una decisión suicida, porque ni siquiera ubicaba en el mapa a Irak.
La única condición, me dijo Vázquez Raña, con bastante sorna, como si estuviese jugando una apuesta consigo mismo, era que no podía pedir regresar, que si me mandaba a cubrir la guerra me tenía que quedar ahí hasta que terminase. Me dio siete mil pesos y me preguntó si sabía picar télex… obvio sí, aunque no recuerdo quién me enseñó. Que me fuese por la mañana. Que buscará cómo llegar, al fin era muy “chingona”.
Me entregó siete mil dólares, no se puede olvidar la cifra, y me dijo que esperara en la redacción para que firmase una carta de recomendación a alguien muy poderoso, que resultó ser el hermano del jeque o ministro o algo así de Kuwait.
A la mañana siguiente me fui al aeropuerto, pasando por la oficina de un amigo para dejarle encargado a mi hijo que tenía casi 7 años. En mi casa deje una carta, recado, para mi pareja de ese tiempo, Tulio Hernández, “me iba a la guerra”. Uff que valor, que estúpido valor inspirado en el mito del “corresponsal de guerra”.
No sabía cómo llegar. En el aeropuerto compré un boleto para Nueva York, y en el mostrador de la línea, al llegar, le dije que tenía que viajar a Bagdad, por la guerra. Me ofreció un vuelo, precisamente, a Kuwait… que tardó como 26 horas porque paramos en muchos aeropuertos, esperando permiso para cruzar el espacio aéreo.
Iba, obviamente, cortesía de Vázquez Raña, en primera clase.
Al aterrizar no permitían la entrada de periodistas. Y mi carta fue un salvoconducto. Me permitieron quedarme 24 horas. Logré pasar la información desde el fax del hotel, una carta escrita a mano para César Silva, coloquial, porque tampoco permitían que pasáramos información a otro país. Un mundo sin celulares, sin Internet, alejado de todo lo que hoy nos parece rutinario.
Al día siguiente me acomodé con cuatro periodistas más, dos alemanes, un francés y un alemán, en un taxi para cruzar la frontera. Otra vez mi visa permitió, después de que me quitaron la máquina de escribir, la grabadora, la cámara, pasar. Hacía un calor infernal, fueron muchas horas más de carretera, únicamente con el periodista holandés porque a los otros no les permitieron el paso.
Al llegar a Bagdad los soldados nos bajaron del taxi. Nos llevaron a un hotel inmundo, sucio, horrible, un cuarto para los dos… y vinieron por nosotros a la mañana siguiente para llevarnos a un hotel muy moderno donde estaban todos los corresponsales del mundo. El periodista de Televisa, mejor no decir nombres, se había ido a París dejando a sus camarógrafos. El de Excélsior llegó al día siguiente con mi querido Pedro de Canal 13.
Me dieron un cuarto con una periodista de Televisa, corresponsal, que también se había ido, así que estuve sola, en el noveno piso, sin luz…
Envié un télex, avisando, ya estaba en la guerra… Mario, supe después, se río, dijo “pinche vieja”…
En el hotel nos daban las tres comidas y una conferencia de prensa militar cada noche. Nos turnaban para visitar sitios de “guerra”, escuchábamos las alarmas aéreas y corríamos a refugiarnos… hasta que nos acostumbrábamos. En las noches tomábamos muchos whisky, en el bar del hotel, y todos hablaban de historias de otras “guerras”.
Comencé a desesperarme porque habían pasado más de 10 días sin permiso de ir al frente de batalla. Y las cifras que nos daban cada noche eran absurdas. Lo más interesante era formarse para pasar tus informaciones por Télex. Los de la BBC tenían cerillos, velas, revistas, jabones, galletas porque diario pagaban a un taxi para llevar su “video” a Amman, Jordania, un día de camino.
No sabía que me mandarían en uno de esos taxis, fuera del país, expulsada…
Lo más interesante en ese hotel, que no puedo acordarme del nombre, era conseguir una vela, o quedarte en el bar hasta que lo cerraban de madrugada, los tragos tenías que pagarlos, y tratar de convencer a los militares que nos permitiesen salir.
Una mañana me llevaron, me veían como si fuese árabe, a recorrer la ciudad, a ver los estragos de los bombardeos, a pasar por un mercado en ruinas. No más. Éramos corresponsales de guerra desde un hotel, sin luz, con las ventanas polarizadas desde donde veíamos los aviones del “enemigo”.
Y, obvio, yo no tenía de otra que permanecer a lo que viniese. Ensalada de pepinos con yogurt, por ejemplo. Me había comprometido con don Mario. No había discusión posible. Las notas las hacíamos con la información oficial, cotejando los boletines, hablando entre nosotros, compartiendo libros… y las cuentas comenzaron a no cuadrar.
En eso, cercano al aburrimiento, una tarde estaba picando mi télex y volvieron a sonar las alarmas antiaéreas, ninguno nos movimos hasta que llegaron los soldados a corrernos, “is bombing, is bombig” decían y en la fuente de la entrada del hotel el agua se había convertido en una catarata invertida. “Is bombig Dorah”… los corresponsales senior corrían con sus cámaras… la siderúrgica Dorah… presuntamente una planta nuclear… me pegué con ellos pero no llegamos muy lejos… de regreso al hotel.
Al día siguiente nos llevaron al hospital. Esa fue el día en que estuvimos más cerca de las bombas. Así se cubría esa guerra.
Cada noche nos daban cifras de aviones iraníes derribados. Comencé a sacar conclusiones, a publicarlas en México, en el Sol de México, mi periódico. Eran mentiras. A esas alturas, “oficialmente” ya habían derribado dos veces la flota aérea de ese país.
La censura. Supongo que, además, los tenía muy hartos con mis cuestionamientos diarios. Y era mujer, medio árabe, pecado inmenso. Una tarde, otra vez en el Télex, se me acercó un militar y me entregó la orden de abandonar el país en 24 horas. Debía irme de inmediato. En ese instante, pedí instrucciones a César Silva, mi director, repito que con Vázquez Raña no se comunicaba el infelizaje. Y una hora después me respondió, siempre por Télex, que me fuese como pudiese, que no me querían ahí, y que ya le había advertido a don Mario, desde la Embajada, que iban a expulsarme, que tenía que irme de inmediato. Literalmente me metieron en el taxi que cada tarde salía a Amman, tuve que pagar mil dólares, y mi pasaporte lo entregaron al chófer que no hablaba inglés. Viví lo más parecido a un secuestro, podría violarme, matarme, cruzamos un país en guerra, ni siquiera podía quejarme en su idioma o saber si íbamos en la carretera correcta. Y, también, estaban los bombardeos. Recuerdo el miedo, el calor, la sed.
Sami David, mi amigo, era secretario particular del Secretario de Gobernación, al Télex de esa dependencia, así era la comunicación entonces, le envié un mensaje diciendo que si no sabía de mí en un día comenzara a buscarme. Casi 24 horas para llegar a Amman, de ahí volar a Cairo, luego a Londres y a México. Más de una semana de viaje. Mi boleto de regreso era, también, de primera clase. Yo estaba vestida de tercera clase, casi sin equipaje, debo haberme visto muy fuera de sitio.
Había ido a la guerra. Y, había regresado de la guerra, expulsada de un país por censura, porque mi información les molestaba. Medallita. César Silva estaba muy contento, don Mario divertido, satisfecho porque yo había cumplido mi palabra.
Así, 1980, comenzó mi relación laboral con El Sol de México, que terminaría hace varias semanas, con una llamada, escueta, para “avisarme” que ya no era bienvenida, que ya no iban a publicar mi columna. En pocas palabras, que me despedían, porque me pagaban por quincena.
Obvio, como sucede con la mayoría de periodistas, nunca me inscribieron al Seguro Social, pagaron aguinaldo o reparto de utilidades…
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