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Rómulo, baja colateral en la pugna de Américo y Cabeza de Vaca
Por Eduardo L. Marceleño García
Durante un viaje en autobús dos hombres hablaban sobre los merecedores del arte. Uno de ellos, muy seguro de sus palabras, dijo que aunque suena doloroso el arte no es para todos.
–No todos pueden comprenderlo, sentirlo. Eso es así, el arte no es para todos.– Insistía.
No me enteré si aquel hombre pertenecía al selecto conjunto de entendidos del arte o al marginado sector que, de acuerdo con su análisis, no lo merecía simplemente por no ser capaz de “sentirlo” y mucho menos “comprenderlo”.
Algo es cierto: no todas las personas tienen acceso al arte. Pero siempre se puede comenzar con lo mucho o poco que se tiene de cultura al alcance para abrirse paso.
Las élites del arte viven sus últimos tiempos. Está por extinguirse esa superioridad cultural que por décadas se dio el lujo de darse a desear ante el resto. Son tiempos en que los cambios bruscos dan pasos cuánticos hacia lo que antes era inaccesible. Nada es tan distante como parece, ni siquiera el arte.
No son los últimos tiempos de aquellas élites porque exista una democratización de la cultura, sino porque a nadie le resulta ya atractivo pertenecer a ellas. Hoy todos se saben buenos en algo aunque no tengan cómo comprobarlo; si alguien no coincide con esa idea significa que carece de lógica para entenderlo, para apreciarlo.
Aquella vieja clase elitista que se formó el buen gusto a la vieja usanza sabe lo que las nuevas generaciones no, pero ese conocimiento ha dejado de tener lugar en una sociedad que ha reducido el mundillo intelectualoide a un sitio de recreación para los más románticos.
En un primer atisbo podría preverse una avanzada dispuesta a eliminar todo rastro clasista, porque los embajadores de esta ola postmoderna de la cultura aniquilarán la metódica sensibilidad que se requería para construirse a sí mismo el buen gusto. Destruidas quedarán las camarillas que comenzaron motivadas por la curiosidad humana en reuniones de cafés o en clubs de lectura.
Los gobiernos están preocupados por colocar la cultura a todos niveles, pero sus buenas intenciones se traducen en malas decisiones. Los productos culturales dirigidos a la población están hechos a la medida de una generación que coloca el ‘fondo’ al servicio de la ‘forma’.
Se puede comenzar por lo básico, por lo inmediatamente perceptible. En México, la cultura del día a día llevó al más curioso a adentrarse en la clase y estilo, basta con echar un vistazo a nuestro pasado muralista que sin dejar de ser un movimiento audaz, en los tiempos del arte reflejó en sí mismo una intrínseca realidad popular.
Y sin embargo, los hombres del autobús tienen razón. El arte no es para todos. Ante una profunda ignorancia el exceso de información no es la respuesta. Porque falta eso, cultura. Los refinados dandis no estaban ahí únicamente para vanagloriarse de ser culturalmente superiores, ejercían un contrapeso, eran la figura a alcanzar de las clases medias.
Para valorar el arte hay que esforzarse, a eso se refería el sujeto del autobús. No es una cuestión de élites, es un asunto de respeto a lo que aún no comprendemos.