Economía en sentido contrario: Banamex
Ha poco que un grupo de amigos viejos disfrutamos por enésima ocasión de la anfitrionía de Elías Chávez y de sus hijas.
Alrededor de la mesa que organiza con cuidado, precisión y cariño talmúdicos, nos vimos y escuchamos camaradas que tuvimos un primer encuentro en la primavera de la vida y que hoy, a la manera de Chaplin, nos seguimos queriendo entre candilejas.
Somos primero periodistas, unos derivados en escritores, documentalistas, historiadores y profesores, pero todos lectores voraces y almas que no han perdido la capacidad de asombro que engarzó nuestra amistad hace más de medio siglo.
Y entre nosotros, el poeta, hijo de poeta, progenitor de generaciones de poetas, heredero universal de la palabra: David Huerta.
Nadie pensó que asistíamos a una asamblea del adiós. Poco después, el lunes 3 de octubre, nos llenó de estupor la noticia de que David había partido a la casa de su padre.
Hoy comparto el recuerdo que Rafael Cardona guarda del amigo con el que creció. En dos columnas, en Crónica y en El Universal, da un testimonio cotidiano, personalísimo, cálido, de este bardo mexicano y universal que vivió entregado a su mester de poesía.
Los textos de Rafael hablan por muchos de quienes conocimos, de cerca o de lejos, a David Huerta:
“Su amistad era como un mérito en la vida, el privilegio de sentirlo tan cercano, tan bueno, en el sentido purificador de la palabra bondad.
“En febrero de 1996, cuando el siglo XX se enfilaba hacia su fin, David Huerta Bravo, el enorme poeta de mi generación y muchas otras, escribió una dedicatoria luminosa, para su “hermano, colega y mil otras cosas que quedan encendidas en el corazón de nuestra inquebrantable amistad.” El libro se titula La sombra de los perros.
“Cierto. Esa amistad jamás se fracturó. No pudieron contra ella ni los bandidos del campo, ni mi velocidad alcohólica en un auto contra cuyo parabrisas el poeta quedó con la cabeza abollada; ni la distancia, ni el mal tiempo, ni los viajes, ni las diferencias políticas; tampoco la suerte, mucho menos los trabajos, ni los relojes o los calendarios, y desde ayer, tampoco la muerte, porque David, ‘a quien tanto quería’, también se me murió como del rayo, si se vale usar esta línea de Miguel Hernández cuya lectura escuchaba -hace apenas unas semanas-, en su voz precisa, clara y sabia en un conversatorio sobre el poeta de Orihuela en el Ateneo Español.
“Fue mi última vez con el David escénico, el David catedrático, quien dominaba la palabra y tomaba la atención de la audiencia como si la sujetara del cuello.
“Acentuaba sus lecturas -o las citas surgidas de su formidable memoria-, con los dedos aéreos como cuando cosechaba los arpegios de su hermosa guitarra, porque aunque muchos no lo sepan, digitaba con maestría músicas de Bach o Villa-Lobos y entonces era un espectáculo inquietante; dueño de la cátedra, describía, una tensa flecha en el arco de la poesía, los versos ajenos o las obras propias, el análisis profundo de la literatura, las líneas invisibles surgidas de Góngora y seguían por la ramazón de la palabra hasta Hernández o Juan Ramón Jiménez.
“Esa tarde lo llevé a su casa. Lo dejé en la puerta y nos prometimos comer juntos. No hubo más tiempo excepto para innumerables pláticas telefónicas con intercambio de recetas y consejos medicinales. La última, el uno de octubre.
“Poco antes, una circunstancia generosa de su parte nos reunió en el mes de junio.
“-Tienes que hacer una presentación; yo te ofrezco La Casa del Poeta.
“-David, pero es un libro de testimonios periodísticos, nada que ver con Ramón.
“-No digas que no, vamos a hacerlo.
“Y lo hicimos, y él leyó una nota elogiosa hacia mi trabajo y yo sabía que todo eso no me lo merecía por los textos sino por ser su amigo, por su enorme corazón, porque su amistad era como un mérito en la vida, el privilegio de sentirlo tan cercano, tan bueno, en el sentido purificador de la palabra bondad.
“Esa fue la segunda casa del poeta. La primera, enfrente de mi puerta, en la Segunda Colonia del Periodista, con Mireya, su madre, y sus hermanas, Andrea y Eugenia.
“En el año 2015 David recibió el Premio Nacional de Letras. Se lo entregó Enrique Peña Nieto a quien no le profesaba aprobación alguna. Lo más sencillo hubiera sido un desplante en la triste alfombra.
“Pero David no hizo eso. Recibió el diploma con sencillez y orgullo y le entregó al presidente, una carta crítica con claridad y respeto. El cetro y la pluma, habría dicho Octavio Paz cuya cátedra Huerta coordinaba en la UNAM.
“Hoy muchos comenzarán el interminable análisis de su poesía. De su compleja y altísima obra. Hablarán de Incurable y algunos conocedores se remitirán a El jardín de la luz, su primer libro. O al Cuaderno de noviembre.
“Yo me quedo con estos versos, dignos de esta noche en que escribo al cobijo de su cercano recuerdo:
“…Está la muerte visiblemente aquí, en el horror de una cabeza que está ahora en el agua -se sumerge, lirios y ramas cubren ya su descenso- lo que se ve es toda la muerte ahora.
Además de salvar el recuerdo, Rafael escribe a David una carta póstuma:
“Me acabo de dar cuenta, hermano, de cuántas cosas hiciste por mí, de verdad, y también me arrepiento ahora de nunca haberte escrito otra carta, pero eso es insignificante porque a pesar de nuestros mutuos y muchos viajes, entre la adolescencia y la vejez, jamás cultivamos el cada vez menos frecuente arte de la epístola, lo cual queda maravillosamente sustituido por las tabletas y los correos electrónicos y ese espacio mundial llamado wasap, o como se quiera escribir, pero no es eso el motivo de mis letras desordenadas y tristes, porque ahora resulta sin importancia cualquier cosa frente al hecho tremendo, irrebatible, irreparable de tu muerte, sí, muerte dije y escribí como si se tratara de un episodio más en nuestras vidas y eso no es verdad de ninguna manera, porque tú y yo hace apenas unos días estábamos hablando y pensando en los días de diciembre y las cálidas playas de Acapulco para buscar ahí un alivio a tu condición respiratoria, porque me dijiste, estoy “short of breath” y con esa frase (hija de tus afanes de espléndido traductor), sintetizabas tu escasa capacidad pulmonar asociada a los demás quebrantos de tu salud, pero nuestras pláticas, así hayan sido al final solamente por el teléfono, nos hacían pasar pronto por alto todas esas cosas y nos regresaban a los parloteos desordenados de quienes nada necesitan decirse porque se han dicho todo a lo largo de sesenta años de amistad sin fisuras; quizá con pausas, pero sin desafectos, sin desapegos, por eso ahora leo y releo tus dedicatorias en los muchos libros cuya vida conocí desde antes de verlos publicados, porque tú y yo tuvimos muchos episodios hermosos en unas vidas cercanas, como habría dicho Nicolás Guillén, desde la infancia y aun antes, por la relación de tu padre y mi abuelo, muchos años atrás, y ahora es tiempo para recordar juntos, porque yo no sé si la memoria se va con la vida o quien parte se lleva consigo los recuerdos de una vida entera y en otra dimensión, en otro mundo o en otro no mundo, como sea, pueda sacar esas hebras de pensamiento terrenal y con ellas tejer la otra mortaja, no lo sé, pero a mí nadie me quita aquel verbo inventado por nosotros al alimón, como toreaban los antiguos sevillanos; juntos, el verbo “lopezvelardear”, cuya materia consiste en hallar los significados ocultos en la ramazón de los poemas; explicar el sentido –por ejemplo—de esos versos crípticos en los cuales dice LV: Antes de que deserten mis hormigas, Amada, déjalas caminar camino de tu boca, y como éramos jóvenes e irrespetuosos, sugeríamos tanta cachondería, tanto erótico denuedo, tan microscópicas como veíamos a las hormigas seminales, camino de imaginarias bocas, ciertamente ignorantes del ejemplo zacatecano, cosas, además sencillas, íbamos al estadio, veíamos partidos interminables del aburrimiento necaxista o del “Aclante” y cuando había tiempo y un poco de dinero, nos marchábamos a los balnearios de la carretera de Puebla y nadábamos felices y torpes en las heladas aguas de una alberca mohosa, con resonancias napoleónicas: balneario Elba, ¿te acuerdas? O lo mejor no, porque yo no sé si cuando uno está muerto los demás están presentes cómo tú en la mente interminable de ellos, lo cual me parecería muy sensato, equilibrado y parejo; yo te recuerdo y te pienso y te digo ahora, por escrito, lo mismo de tantas otras veces, gracias, David por tu amistad y tus libros y tus poemas y tu sencillez y por los miles de tragos de nuestra juventud y por otras cosas ahora privadas, nuestras, ocultas en el misterio cifrado y revelado, porque ahora, por ti repito aquello de Quevedo: Nadar sabe mi llama el agua fría, y ya sabemos, la llama ha sido nuestra amistad, inmune a los rigores del agua helada de la muerte.”
Gracias, Rafael.