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Rómulo, baja colateral en la pugna de Américo y Cabeza de Vaca
“Eran los secretos del cielo y de la tierra los que deseaba aprender”, confiesa Victor Frankstein al capitán Walton al comienzo de la narrativa de su historia. Una historia que el primero quiere que sirva de advertencia al segundo para que no lleve a cabo su búsqueda a toda costa de lo desconocido, de las “regiones inexploradas” que se propone explorar. Vemos aquí la fuerza de la ambición descubridora —científica— que arde dentro del alma humana. El Doctor Victor Frankenstein va a seguir su llamada imperiosa, va a traspasar los límites. Y va a ser castigado de forma implacable por ello. La investigación de Frankenstein, en este caso, se circunscribe fundamentalmente a la ciencia médica, inserta a su vez en lo que se llamó durante largo tiempo Filosofía Natural.
Tras su partida a Ingolstadt para seguir sus estudios, el joven ginebrino Victor Frankenstein entra en contacto con M. Waldman, el profesor de Filosofía Natural que con sus métodos innovadores prenderá la mecha de la ambición científica de su alumno y marcará el rumbo de sus febriles investigaciones. Descubrir el principio de la vida será a partir de ahora su obsesión: la anatomía y la química serán las ramas de la Filosofía Natural que podrán darle a Frankenstein las respuestas que busca.
Para descubrir el principio de la vida, Victor Frankenstein estudia en profundidad la anatomía humana, se convierte en asiduo visitante de cementerios y depósitos de cadáveres. La muerte, reconoce pronto el joven doctor, va a serle imprescindible en su investigación. Los cuerpos de los muertos le ayudarán a descubrir qué es la vida, dándole a él la posibilidad de crearla a partir de la materia inerte e incluso descompuesta. El doctor Frankenstein no se conforma con curar enfermedades; él, como Dios, creará vida y dará vida a los muertos. Su entusiasmo se convierte en éxtasis.
Impelido, como él mismo afirma, por la fuerza de un huracán, el joven doctor lleva a cabo sus investigaciones de forma obsesiva, lo que le hace recluirse, buscar en todo momento la soledad necesaria para llevar a cabo su trabajo. Porque, no lo olvidemos, los grandes genios científicos transgresores que configuran el arquetipo literario son grandes individualistas. Su trabajo no se lleva a cabo en colaboración. Sólo ellos están dispuestos a traspasar la frontera moral y a afrontar las siempre imprevisibles consecuencias. Frankenstein, además, irá progresivamente alejándose de aquellos que le aman y a los que él ama. Su amada Elizabeth, su padre, amigos. Todos aquellos que han significado algo fundamental en su vida van siendo abandonados por el joven doctor, ya que éste se haya consumido por y sumido en su propósito científico.
La febril actividad física y mental de Frankenstein va dejando también huella en su aspecto, su palidez se hará evidente, sus mejillas se hundirán y sus ojos mostrarán pronto la expresión exaltada de la locura.
Aunque el joven doctor es consciente del deterioro de su aspecto y de sus nervios, como también lo es de su alejamiento de sus seres queridos y de la preocupación que esto les acarrea, ni su salud ni sus vínculos afectivos son motivo suficiente para que él deje de perseguir su meta, lo que, por fin, y para su horror, consigue en la famosa noche de noviembre.
A partir de este momento, el doctor Frankenstein será, como Dios, un creador. Pero la criatura a la que acaba de insuflar el principio de la vida —su descubrimiento secreto—, formada con restos de diferentes cadáveres humanos, no es hermosa como él había intentado hacerla, sino horripilante. Al contemplar al ser al que acaba de hacer vivir el doctor huye horrorizado: aquí comenzará la persecución del creador por su criatura, del padre-dios por su hijo monstruoso. A partir de aquí se unirán ineludiblemente los destinos de ambos hasta tal punto, y esto es significativo, que en la imaginación popular el monstruo creado por Frankenstein será conocido como «Frankenstein». La criatura rechazada, odiada, despreciada por su hacedor, sin nombre alguno en la novela de Mary Shelley, se adueñará del nombre de aquél que le dio vida. Encontramos aquí lo que parece ser una suprema metáfora de lo monstruoso: la transgresión monstruosa del científico producirá un monstruo real que le robará el nombre al primero.
El doctor y el producto viviente de su investigación están irremediablemente solos. El camino emprendido por Frankenstein no tiene vuelta atrás. No existe posibilidad para este Prometeo de la ciencia de recuperar su humanidad perdida, porque queriendo trascender las limitaciones humanas, queriendo ser más que humano, se han convertido en monstruo, y su vida como tal ya no encuentra acomodo entre los hombres.
Es la mente de la jovencísima Mary Shelley la que, azuzada por estas perspectivas, creará a uno de los científicos más emblemáticos de todos los tiempos, el doctor Frankenstein, padre de una criatura sin nombre que en la imaginación popular se adueñará del nombre de su hacedor. La criatura que crea Victor Frankenstein presenta un aspecto monstruoso que no es sino reflejo de lo monstruoso de la acción del joven doctor que le ha dado la vida. Es víctima de un padre que le rechaza y aborrece desde el mismo momento de su nacimiento, es víctima del rechazo de los hombres que, rechazándole a él, rechazan lo monstruoso de su concepción. Mary Shelley, con espíritu humanitario, nos muestra la victimización de la criatura, que termina convirtiéndose en verdugo: una de sus víctimas será el propio Frankenstein, que ve cómo su hermano pequeño y su amada Elizabeth mueren a manos de la criatura que él ha creado. Las consecuencias de una acción transgresora no sólo son monstruosas, sino incontrolables. Esto nos dice esta suprema parábola de la transgresión en la que el doctor Frankenstein es verdugo y víctima de aquél a quién él victimiza por el hecho de crearle, de una criatura que no es otra cosa que la prolongación de sí. Frankenstein y su criatura son inseparables. Sus nombres, como su destino, están unidos irremediablemente.