
Sheinbaum no quiere generar desencuentro con Trump por “miedo a cárteles”
Después del lopezobradorismo en muchos de quienes le votaron para llegar al poder quedará claro un sentimiento de desencanto; también, una pérdida de horizonte sobre el país deseable. El triunfo no se enmarcó en la alternancia convencional de la democracia, sino en el propósito compartido de construir un país diferente en lo fundamental. Les vino bien la seducción del incansable luchador social. Quien ganó ha sido honesto antes y durante el ejercicio del poder: se trataba de construir un nuevo régimen, una cuarta transformación de proporciones históricas.
Acabar con la corrupción movilizó a muchos, al igual que la idea de combatir a la pobreza. La democracia y su hermana liberal, como en muchas partes del mundo, habían caído en desprestigio. En México la corrupción no se limitó al gobierno y su partido, se extendió al conjunto del Congreso y a casi toda la oposición. Los cuantiosos recursos en opacidad de las fracciones parlamentarias y la intervención de los legisladores en los “moches” dan cuenta de la descomposición del conjunto político. Los pobres disminuyeron, no así la venalidad. Los excesos de corrupción desde la más elevada oficina pública fue el signo de la época. Al invocar legalidad se vivieron extremos de hipocresía. Remitir la corrupción a pecado original, esto es cultural, fue insulto, fea manera de justificar lo injustificable.
Es explicable que no pocos vieran en la promesa lopezobradorista una expectativa de cambio. Ahora, a poco menos de 30 meses del fin del gobierno ya se advierte la magnitud del fracaso, prácticamente en todos los frentes. El aeropuerto recién inaugurado es una metáfora del régimen: grandes pretensiones ruinosas. La realidad es que aumentarán los pobres y la impunidad continuará como oprobioso signo de la vida nacional.