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Oposición no regatea la unidad nacional ante llegada de Trump
“El mar dará a cada hombre una nueva esperanza, como el dormir le da sueños”.
Cristóbal Colón.
Todavía en años recientes, conmemorar el 12 de octubre de 1492, implicaba festejar un hecho al que se atribuyó durante siglos un efecto civilizador del más puro humanismo. De este acontecimiento se desprendieron consecuencias que magnificaron el papel que desempeñó España como protagonista.
Se habló del mestizaje de dos razas y de dos culturas, encubriendo su real significado: el intento de aniquilar las manifestaciones existentes a través de la conquista y el coloniaje.
Desde luego debe reconocerse la extraordinaria misión que desempeñaron destacados evangelizadores de la Iglesia católica, entre ellos fray Bartolomé de las Casas. Quienes atenuaron los excesos del conquistador y promovieron obras bienhechoras que dejaron huella en muchos pueblos de América.
La inercia que produjo la Colonia, aún después de la independencia que obtuvieron las naciones sometidas al Imperio Español, legitimó durante largos años el reconocimiento hacia lo que se llamó la «madre patria», por los supuestos beneficios que trajo consigo la consumación de proezas realizadas en el nuevo mundo. Sin embargo, el crisol de la historia ha ido depurando con inflexible rigor una concepción histórica que en los tiempos actuales adquiere una más justa y real dimensión.
Lo que debe interesar ahora, es reconocer las bases en que se asienta nuestra identidad como nación.
Quienes han profundizado en nuestros orígenes, advierten un vacío que dejaron 300 años de dominación.
Durante ese tiempo y aún después, nos enfrentamos a la confusión que deriva de un mestizaje racial y cultural que incubó marcadas injusticias y desigualdades.
Persiste la pregunta: ¿Qué somos?, ¿españoles?, ¿indígenas? Somos ambos, más todo lo que se ha agregado al vivir en conflicto durante cinco siglos en esta misma región, hombres de distintas razas y culturas.
De ahí que, a distancia de más de 500 años, los pueblos que padecimos ese dominio, aún nos preguntamos lo que significó para nosotros la llegada de Cristóbal Colón a este continente.
Los términos «descubrimiento», «encuentro», «encubrimiento», «invención» y «tropiezo», denotan las profundas discrepancias y los enfoques tan diversos que puede suscitar este hecho histórico.
Pero como lo ha señalado don Leopoldo Zea «… los que no quieren saber de un recuerdo festivo de esta fecha, son los pueblos indígenas que sufrieron el impacto de la conquista y colonización, tanto en América, como en Asia, África y Oceanía. Nada de recordar una fecha en la que se inició el sometimiento de estos pueblos, en nombre de la cristiandad o del progreso, hombres que fueron vistos como homúnculos o parte de una flora y fauna por utilizar o destruir».
En nuestra perspectiva histórica, importa de manera esencial efectuar ahora un descubrimiento de lo que ha sido el devenir de los pueblos indígenas, no sólo a partir de la conquista, sino después del movimiento libertario de 1810 y hablamos deliberadamente de un descubrimiento porque es un hecho inobjetable que el problema de identidad a que hicimos referencia anteriormente, aún no ha sido revalorado y menos atendido en todas las implicaciones que encierra.
Sin duda, podemos hablar de propósitos nobles y acciones que con toda buena intención se emprendieron en el pasado reciente para reivindicar los derechos de la clase indígena.
Existen además instituciones que han emprendido programas muy generosos para dar respuesta a los reclamos más sentidos, pero, sin desconocer logros parciales, tenemos que admitir que se ha tratado de esfuerzos a los que ha faltado continuidad y que en no pocos casos han fracasado al asumir actitudes paternalistas que han ofendido la dignidad de los destinatarios.
La realidad ha sido terca. A finales del Siglo XX, independientemente de la marginación y del olvido en que fueron relegados muchos grupos indígenas, se ha hecho patente de nuevo un problema de identidad.
Debemos preguntarnos si aquel descubrimiento que impusieron los españoles a nuestras formas de cultura, a nuestras concepciones y costumbre, no lo hemos impuesto ahora nosotros a estos grupos.
Se podría decir que no ha mediado el afán de anular las manifestaciones culturales; que estas acciones han tenido el propósito de incorporar al progreso y a los bienes de la civilización a quienes carecían de ello, pero es indiscutible que se atentó contra un patrimonio cultural y económico que está revestido de una serie de valores, que son prioritarios en esas comunidades, cuyo significado era preciso comprender, respetar y preservar.
Los mexicanos de hoy nos enorgullecemos del carácter pluriétnico y pluricultural que le concede identidad y fisonomía a nuestra nación.
Somos poseedores de un bagaje cultural, que se ha ido acrecentando al impulso de grandes visionarios, de educadores que han comprendido el papel tan importante que están llamadas a cumplir las culturas autóctonas.
Jaime Torres Bodet, nos infundió la certidumbre de que las únicas culturas activas, son las auténticas, es decir, las que brotan sin deformaciones artificiales de las raíces de la comunidad.
No obstante, es necesario tener en cuenta un hecho del cual podemos derivar una prevención que nos alerte sobre los peligros de una división. Las culturas son por naturaleza excluyentes, es humana la incomprensión de algo que no sea lo peculiar y propio, al mismo tiempo la cultura es por esencia liberadora de los obstáculos que impiden a los hombres y a los pueblos realizar sus proyectos.
Con estas reflexiones queremos recalcar la importancia capital que reviste para la nación mexicana, encontrar los caminos que conduzcan a la paz y a la armonía, basados en acuerdos que respeten la propia identidad de nuestro pueblo.
De una nación que reconoce lo individual de su cultura, su personalidad y sus valores, pero que al mismo tiempo reclama para sí, un espíritu generoso que promueva la concordia entre todos sus integrantes, por más que hayan sido cinco siglos de abusos, precisamente por eso.
Nunca como ahora resulta imperativo afirmar lo que nos une y desterrar lo que nos divide, descartemos fórmulas que impliquen retrocesos. Vayamos al encuentro de nuestra identidad, si hemos cometido errores, tratemos de enmendarlos, pero no a costa de un sacrificio que lesione la soberanía y los atributos que requiere el Estado para poder subsistir.
Coincidimos con quienes afirman que nuestra identidad no es algo por construir, sino que simplemente algo cuya existencia debemos reconocer frente a todos, frente a todos los prejuicios, prejuicios impuestos por quienes han hecho de esta nuestra peculiar identidad, justificación para imponer la propia.
Recordar aquel 12 de octubre de 1492, no debe ser ocasión para festejos o expresiones de rencor, debe ser más bien oportunidad para la serena reflexión, reflexión que nos permita idear un futuro válido para todos, reflexión para facilitar el encuentro de los pueblos y culturas, ligadas a una historia difícil, que sin duda en sus saldos no ha dejado a la nación únicamente motivos de orgullo, pero que es, a fin de cuentas, nuestra historia.