
Los cuatro frentes de Claudia y la lucha de AMLO por la hegemonía
En los próximos días, los mexicanos tendremos que decidir si participamos en un acto inédito: la elección popular de jueces y magistrados. Las opiniones están divididas. Unos insisten en que debemos votar porque es un avance democrático.
Otros llaman a abstenernos porque el resultado ya está decidido. Pero hay una realidad que nadie puede negar: por más libre que sea esta elección, no puede llamarse democracia cuando el pueblo no tiene idea de qué ni a quién está votando.
El problema no es la intención del proceso, sino su diseño. Se nos pide elegir entre cientos de perfiles que nunca hemos visto, cuyos nombres ni siquiera hemos escuchado, y cuyas trayectorias son un misterio para la gran mayoría. ¿Cómo puede un ciudadano común decidir entre decenas de candidatos a jueces y magistrados cuando ni siquiera los especialistas en derecho tienen claro quiénes son todos ellos? No es falta de interés: es que el proceso de elección mismo hace imposible que la gente se informe. En teoría, una elección así debería ser precedida por un gran debate nacional.
Deberíamos tener foros, entrevistas, comparaciones públicas de perfiles. Pero no ha sido así. Los candidatos no han sido sometidos a escrutinio real, y sus propuestas —si es que las tienen— no han llegado a la gente. Esto no es democracia: es un simulacro.
Peor aún, hay razones para sospechar que, detrás de la fachada de participación ciudadana, lo que realmente está en juego es el control político del Poder Judicial. Los partidos ya han filtrado a sus preferidos, y la estructura de poder favorecerá a quienes ya cuentan con el respaldo de las maquinarias políticas. El voto popular, en este escenario, solo servirá para darle un barniz de legitimidad a lo que en realidad es un reparto de influencias.
Ante esto, algunos dirán que lo correcto es votar para «no dejar que otros decidan por nosotros». Pero votar a ciegas no es ejercer democracia: es convertirse en cómplice de un sistema que nos usa para validar lo que ya estaba arreglado. Otros dirán que lo mejor es abstenerse, pero eso podría ser usado como excusa para decir que «el pueblo no quiso participar».
La verdadera pregunta no es si votar o no votar, sino si aceptamos que la justicia se convierta en un concurso de popularidad. La democracia no se reduce a marcar una boleta: exige información, debate y transparencia. Y eso es justo lo que esta elección no nos está dando. Ante este dilema, la ciudadanía tiene al menos una ruta para decidir con algo más de claridad: reflexionar qué tipo de justicia quiere. Si se considera que el proyecto de gobierno actual debe consolidarse también en el Poder Judicial, entonces tiene sentido votar por los perfiles impulsados desde el Ejecutivo y el Legislativo. Pero si se cree que los tribunales deben mantener independencia real como contrapeso democrático, entonces vale la pena buscar —en la medida de lo posible— respaldar a los candidatos que provengan de las listas del propio Poder Judicial, aquellos que al menos en teoría representan la carrera judicial y no la línea política del momento.
No será fácil identificar unos y otros —el sistema sigue siendo opaco—, pero al menos esta distinción básica permite que el voto, si se ejerce, deje de ser un salto al vacío. La democracia exige decisiones informadas, y aunque esta elección no lo facilite, corresponde a los ciudadanos exigir transparencia hasta el último minuto. Al fin y al cabo, no se trata solo de votar o no votar: se trata de decidir qué clase de justicia queremos para las generaciones que vienen.