
Claudia Sheinbaum en la CELAC: rostro fuerte de una nueva Latinoamérica
El pasado ha sido el mayor recurso para legitimar la deriva autoritaria iniciada en 2018 con el triunfo de López Obrador; cuarenta años después de la elección presidencial que llevó a Carlos Salinas a la presidencia y significó el punto de partida para la modernización de la economía y la transformación de las instituciones electorales, culminando en la reforma política de 1996 y el inicio de la normalidad democrática. 2018 marcó el cierre del ciclo de gobierno dividido: una democracia sin demócratas, degradada por su querencia a la partidocracia e incapacidad para mantener a raya la venalidad.
La base para el ascenso al poder de López Obrador y los suyos fue el descontento con el pasado inmediato que se transfiguró en agravio: se equiparó la desbordada corrupción del sexenio de Peña Nieto con el gobierno pusilánime de Fox y con la llamada guerra de Calderón, incluyendo la venalidad por la desviación de recursos destinados a combatir al crimen organizado. La condena implicó recordar la cuestionable privatización durante el gobierno de Carlos Salinas y la aprobación del Fobaproa en tiempos de Ernesto Zedillo. Toda esa historia, simplificada y maniquea, se redujo a un solo concepto: la corrupción intrínseca del régimen neoliberal. Se caricaturizó el pasado, que sirvió para ganar arrolladoramente el poder sin contrapesos en el Congreso; también como licencia para que el presidente actuara a su antojo bajo la premisa de que nada podía estar peor. A partir de la causa se consideró todo justificado, incluso acabar con los límites del régimen republicano: constitucionalidad y división de poderes.
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