Ironía
“…en la historia la verdad es sui generis, puede uno decir que toda la historia que hacemos es un gran mito o es más bien una gran mentira.”.
Edmundo O’Gorman.
El inicio del mito de los niños héroes tiene su origen al triunfo de la República sobre la Francia que trajo a Maximiliano de Habsburgo, más de treinta años después de la guerra contra los norteamericanos. Es entonces cuando empiezan a recordarse los nombres de Xicoténcatl, Cano, Frontera, Pérez y, desde luego, los de los cadetes De la Barrera, Melgar, Escutia, Montes de Oca, Suárez y Márquez.
Existen discrepancias entre la historia oficial, o tradición, que todos escuchamos, desde niños, en la escuela primaria y, en contra parte, los informes militares, los análisis rigurosos de las fuentes, sobre el sitio de Chapultepec.
Al amanecer el 13 de septiembre de 1847, el General Nicolás Bravo Rueda, encargado de la defensa del Alcázar de Chapultepec -sede del Colegio Militar-, considerando la carencia de fusiles y municiones, ordenó a los alumnos regresar a sus casas. Desobedeciendo esta orden, por sentido del deber -hay quienes piensan que por irresponsabilidad y desobediencia- unas decenas de cadetes decidieron quedarse, algunos de ellos murieron. Entre los sobrevivientes estuvieron Miguel Miramón -que luego sería el Presidente más joven de México- y Leandro Valle, General liberal.
Bien documentados están los hechos de armas de Agustín Melgar, Vicente Suárez y Fernando Montes de Oca. Pero algo diferente sucede con Juan de la Barrera –el mayor del grupo y ya egresado del Colegio-, con Juan Escutia, del que sólo se conoce la fe de bautismo y Francisco Márquez, personaje poco conocido.
Es extraño que de quien menos información se tiene –Escutia- sea quien supuestamente se arrojó envuelto en la bandera, aunque antes de que se estableciera definitivamente la leyenda, se atribuyó primero la hazaña a Melgar y después a Montes de Oca. Al respecto, es interesante considerar los episodios de Santiago Xicoténcatl, en Chapultepec y Margarito Zuazuo, en Molino del Rey, ambos, antes de morir acribillados, se envolvieron en la bandera mexicana para que esta no cayera en las manos de los invasores, según la versión de Guillermo Prieto. Lo que no existe en los archivos militares mexicanos es un solo documento que compruebe, al menos, la estancia de Juan Escutia como alumno del Colegio Militar antes de la toma del Alcázar. A mayor abundamiento, el informe del General Pillow afirma que el Mayor Seymour, del 9º regimiento, arrió la bandera mexicana de su asta, en el Alcázar de Chapultepec.
Han pasado casi 173 años del sitio de Chapultepec, justo es recordar algunos de los nombres de quienes arriesgaron sus vidas para defender su patria: Hilario Pérez de León, Andrés Mellado, Agustín Romero, Agustín Camarena y Lorenzo Pérez Castro, quienes al desobedecer la orden del General Bravo y comandados por el General Mariano Monterde -entonces director del Colegio Militar- resultaron heridos en ese hecho de armas. Sobrevivieron sólo para ver, con tristeza, la forma en que el tratado de Guadalupe-Hidalgo mutiló a México en favor de los Estados Unidos de América.
El mito de los niños héroes aparece con el devenir de los años, nació en los discursos de los homenajes, de las conmemoraciones, en recordar a solo seis cadetes e ignorar a los sobrevivientes que lucharon con igual entrega y valor que sus compañeros muertos. Los que perdieron la vida aseguraron su lugar en la historia y no sufrieron el dolor y la vergüenza de ver a su país derrotado y cercenado.
Independientemente de la postura que se prefiera para considerar estos episodios –la tradición o los análisis rigurosos-, un hecho de gran mérito es la valentía con la que los cadetes del Colegio Militar enfrentaron al enemigo, al mismo tiempo que aproximadamente 400 soldados desertaban, según documentos históricos norteamericanos.
El mito de los niños héroes cumple hoy la función histórica que bien describió Juan José Tablada, escritor, poeta y, alguna vez, alumno del Colegio Militar:
“… los retratos de los cadetes héroes (que) me hacían el efecto de exhortarme con sus miradas de serena pero enérgica espiritualidad al cumplimiento del deber, hasta el sacrificio y el holocausto, según su noble ejemplo (…) En medio de la frivolidad de la adolescencia tuve la fortuna de sentir honda y plenamente aquella máxima gloria radiante de pureza y desinterés que aureoleaba a los cadetes inmolados y desde entonces rendirles el culto más convencido y más sincero”.