Diferencias entre un estúpido y un idiota
Vicente Leñero fue una peculiar figura de la vida pública mexicana que
resulta difícil de clasificar. Se ganó a pulso un lugar en la literatura, pero la
combinación que pergeñó con el trabajo periodístico resultó en textos que no
admiten una etiqueta simple. Su aportación al teatro nacional fue también
importante.
John Brushwood, el académico de la Universidad de Missouri que se dedicó
al estudio de la novela mexicana, destacó el trabajo innovador de Vicente Leñero
en las técnicas narrativas. Varias de ellas así lo demuestran. Desde mi punto de
vista lo hizo destacadamente con Estudio Q.
Por otra parte, siempre me llamó la atención el que Leñero hiciera
evolucionar sus propias obras, como A fuerza de palabras, aparecida en 1976,
como una nueva versión de La voz adolorida, su primera novela publicada en
Difícilmente se puede asegurar que un género sea mejor que otro. En todo caso,
podemos señalar preferencias.
Vicente Leñero resulta también un caso sorprendente en las letras
mexicanas porque su formación inicial es la de ingeniero, elección primaria que
compartió con Jorge Ibargüengoitia, Gabriel Zaid y Enrique Krauze.
No obstante, abrazó con pasión el llamado de las letras en su doble
vertiente de periodismo y creación, pues estudió una segunda carrera en la
escuela de reporteros “Carlos Septién García” y desde 1959 en que publicó el libro
de relatos La polvareda y otros cuentos, no dejó de enriquecer el acervo de las
letras mexicanas.
Este ingeniero-escritor (¿escritor-ingeniero?) confesó librar constantemente
una batalla con las palabras, lo que nadie supondría con lo extenso de su obra. Lo
imagino en su estudio, en fiera disputa con ellas como si se tratase de despejar
una derivada.
Pero esta calistenia pareciera haber sido el motor de su prolífica
producción: frente a lo esquivo de la inspiración o la genialidad sólo la disciplina
garantiza la creación. Me inclino a pensar también que esa capacidad fue producto
de la primera formación aunada al celo de la escritura, que Leñero asumió sin
reservas, porque lo mismo se entregó a crear que a conocer: al escribir se
rodeaba de diccionarios y toda suerte de textos de consulta.
Por razones profesionales el libro que prefiero entre la obra de Leñero es
Los periodistas, aunque difiero de quienes ubican a esta obra como una novela
exclusivamente testimonial. Me parece que Los periodistas es esencialmente una
excelente crónica de la saga de un grupo de comunicadores enfrentados al poder.
Leñero logra que los lectores se conmuevan con la situación política de la
sociedad mexicana de la década de los setenta, y concretamente con las
circunstancias que rodeaban a la libertad de expresión, porque no se trata de un
análisis, sino de una realidad inteligentemente narrada, con protagonistas reales y
hechos reconocibles aún para quienes no vivieron los acontecimientos de la
época.
Leñero nos ofrece una historia de poder, de corrupción, de pasión, de
entrega a la profesión periodística, de solidaridades de diversos tonos, de
enemistades y de una amplia gama de matices de la condición humana, todo ello
con fecha, hora, nombre y contexto. No creo de ningún modo que pueda ser
considerado un texto de ficción, por más que en la recreación se exageren
emociones.
Los periodistas es un texto obligado para los integrantes no sólo de la
prensa escrita, sino de los medios en general. Creo que muchos de nosotros
quisiéramos poder contar nuestra historia, la de periodistas, de esa manera: hacer
de lo cotidiano algo memorable.
Consideremos además que Leñero pergeñó buena parte de su obra al
tiempo que tenía una responsabilidad fija y exigente en la revista Proceso. En el
mismo año en que ocurren los hechos narrados en Los periodistas, 1976, aparece
su novela A fuerza de palabras.
Los acontecimientos relacionados con la salida de Julio Scherer de
Excelsior y la aparición de la revista Proceso sólo descansaron -es un decir- dos
años en la memoria de Leñero, que publicó Los periodistas en 1978. Al año
siguiente apareció El evangelio de Lucas Gavilán quizá una de sus novelas más
reconocidas. En 1980 publica las obras de teatro La mudanza, Alicia, tal vez y Las
noches blancas. En 1981 aparece La visita del ángel.
No intento hacer una cronología de la obra de Leñero, porque agotaría en
ella el espacio del artículo, sino algunos apuntes que ilustran por qué me resulta
sorprendente la producción de Leñero en el tiempo, en diversidad de géneros y en
calidad.
En 1963 con Los albañiles, Vicente Leñero ganó el premio “Biblioteca
Breve” de Seix Barral, dos años después de haber publicado su primera novela,
La voz adolorida. El significado que tenía el premio otorgado por una editorial en
ese tiempo es mucho mayor de lo que representa en la época actual y por ello
más meritorio. En muchos sentidos era una catapulta para los escritores, sobre
todo tratándose de jóvenes como el propio Leñero, que a los treinta años se hacía
acreedor a tal distinción, antecedente del premio “Xavier Villaurrutia” que recibiría
en el 2001.
La contribución de Leñero al teatro también es digna de mencionarse.
Siempre me ha parecido que los escritores tienen una historia diferente en cada
lector. Cómo se les percibe y la influencia de su obra van de la mano de la historia
personal de quien abre el libro.
Recuerdo que la primera obra de teatro de Leñero que leí fue La mudanza y
me resultó aleccionador lo que un escritor puede hacer con una situación sencilla,
limitada en el tiempo y el espacio. Sin duda todo un aprendizaje para quien se
dedicaba de lleno al trabajo reporteril.
Algo similar, pero en otro tiempo y quizá con otra percepción me produjo La
gota de agua, que aprecio más, en palabras del propio Leñero, como “talacha
periodística” que como novela. Porque un incidente doméstico es aprovechado
con una serie de recursos, incluida la formación ingenieril, para dar como
resultado una novela aceptable y sobre todo formadora.
Me pregunto si la combinación de escritor, periodista e ingeniero derivó en
otra de las exitosas facetas profesionales de Leñero, la de guionista
cinematográfico. De su pluma es la adaptación de la novela de Naguib Mahfuz El
callejón de los milagros, lo mismo que la de Eça de Queiroz El crimen del padre
Amaro.
Menos conocidos son sus guiones documentales, como aquella serie
“Nación en marcha” producida en los setenta por la Subsecretaría de
Comunicación del gobierno echeverrista para recrear las giras del Primer
Mandatario, tarea nada convencional en la que por azares de la profesión participé
con mi querido amigo Oscar Hinojosa, sólido reportero que se fue demasiado
pronto de esta vida.
Por cierto, El crimen del padre Amaro le valió a Leñero verse envuelto en la
polémica levantada por grupos religiosos que “defendían” a la iglesia católica, pero
una consecuencia benéfica del intento de censura a la película fue la edición en
español de la novela.
Más allá del incidente, lo que queda es un trabajo eficaz de Leñero en
diversos géneros y la evidencia del dominio sobre los distintos lenguajes de cada
uno. No resisto recordar aquí el deseo de aquel escritor: “Si las Musas en verdad
existen, ¡espero que cuando me visiten me encuentren trabajando!”