
Las pugnas arancelarias y el efecto Trump
“…ya es hora de que los mexicanos nos liberemos de traumas históricos, que tienen bastante de (…) conveniencia manipuladora (…) hagamos justicia a Porfirio Díaz; su cuerpo no debería estar en el parisino Montparnasse, sino en su amada Oaxaca. Díaz se ganó la tumba oaxaqueña con sus méritos, y no la tiene en parte por sus fracasos, pero principalmente está despojado de su sepulcro mexicano por una leyenda negra, no por la historia”.
Paul Garner
Las primeras acciones castrenses del héroe tienen como mérito –innegable- formar una milicia, una especie de guardia nacional, que contribuye a apuntalar y edificar el triunfo de los liberales. Si se revisan tales acciones, se verá que Porfirio Díaz derrotó a los conservadores en situación adversa: inferioridad numérica y condiciones climáticas excepcionalmente duras (las del Istmo de Tehuantepec). Pudo ser capaz de mantenerse vivo y salir fortalecido en la peor realidad. Su heroica tropa también sobrevivió y pudo contarlo –pocos años después- frente al que, entonces, estaba considerado mejor ejército del mundo.
Porfirio Díaz, victorioso en la Guerra de Reforma, sale por primera vez del Estado en que nació para unirse a las tropas mexicanas que van a combatir a los invasores franceses. Esos soldados le infligieron -en los fuertes de Loreto y Guadalupe- la peor de las derrotas a los triunfadores de las cumbres de Crimea. Así fue posible que el General Zaragoza telegrafiara a Juárez: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria”, es el 5 de mayo de 1862.
En 1863, un año después, Francia quintuplicó su poderío militar para apropiarse de lo que quedaba del México independiente. Fueron 62 días los que transcurrieron en el sitio de Puebla, sin alimentos ni pertrechos suficientes para el ejército mexicano. Ahí, más de 1400 oficiales del ejército defensor conocen a Porfirio por sus hechos. Ahí nace el porfirismo, en torno del valiente militar. La historia lo reconocerá después como héroe ante la intervención francesa.
Entre 1863 y 1867 Porfirio escapa de sus captores, reorganiza a la tropa, combate a los invasores y vence en Miahuatlán y La Carbonera. El 2 de abril de 1967, Díaz toma Puebla.
Su maestro fue Juárez, su guía y benefactor. El Benemérito le obsequia a Porfirio La Noria al finalizar el imperio de Maximiliano. Es una hacienda, que poco más tarde, dará nombre al plan fallido con que el discípulo no pudo derrotar al maestro. Pero también es un hecho que Porfirio -antes de levantarse en armas contra Juárez- buscó el poder en el marco de la Ley, pacíficamente, en elecciones constitucionales. Al no tener éxito, Díaz optó por la vía que, en esa época, casi todos los presidentes de México escogían para instalarse en el poder: la de las armas. Fortuitamente, para él, Juárez muere -víctima de angina de pecho- el 18 de julio de 1872.
Como Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, según la Constitución de 1857, Sebastián Lerdo de Tejada ocupa la Presidencia de la República. La no reelección es convertida en bandera del Plan de Tuxtepec con el que Díaz combate y derrota a Lerdo. Comienza, así, una era de pacificación para el México convulso del siglo XIX; una era de orden y progreso, no sin crueldad, no sin crímenes.
En 25 años las vías férreas se cuadruplican hasta llegar a 19 mil kilómetros de transporte de mercancías, no necesariamente para los extranjeros. El 85 por ciento de esas mercancías eran aprovechadas por mexicanos. Empero la democracia, las leyes de reforma, la Constitución de 1857, son soslayadas en aras del régimen más personalista que registra nuestra historia. La ley fundamental es modificada –en la presidencia de Manuel González-, a capricho del antiguo antireeleccionista, para –precisamente- poder reelegirse.
La libertad y los derechos caen ante el crecimiento de la inversión extranjera y sus intereses. Ministros, gobernadores, diputados, e incluso funcionarios de puestos inferiores, son nombrados por el inquilino de la silla presidencial. El gobierno de Díaz es una dictadura.
Pero México se convierte en un país moderno, el peso vale lo mismo que el dólar estadounidense, el arte y la cultura florecen, la arquitectura de la época modifica el paisaje mexicano y es visible aún hoy en día. México -el damnificado, el patio trasero del coloso del norte- es capaz de presentar un frente diplomático común, ante los Estados Unidos de Norteamérica, para protegerse y proteger a las naciones hermanas de Centroamérica.
Pero Porfirio envejece. James Creelman se encarga de aportar el tiro de gracia que los gobiernos norteamericanos anhelaban. El periodista retrata, en 1908, una realidad infrahumana. Genocidio sobre los yaquis y los mayos, aunada a un sinfín de agravios como la brutal represión de trabajadores en Cananea y Río Blanco. El añoso gobernante no alcanza a entender los signos de los tiempos. No tiene ya nada qué ofrecer a las nuevas clases sociales surgidas de la revolución industrial en su versión mexicana. Como colofón Díaz promete no reelegirse y luego se retracta.
El 80 por ciento de la población es analfabeta, campea la tienda de raya que hunde en el hambre las diezmadas fuerzas de obreros y campesinos, desposeídos –además- de toda defensa, de todo derecho.
Porfirio ha cumplido su ciclo. Una vez más los grandes problemas nacionales, como expresara Andrés Molina Enríquez, tienen origen en la concentración de la riqueza para muy pocos y la distribución de la pobreza para la mayoría de los mexicanos. Tal situación detonará la primera gran revolución del siglo XX: La Revolución Mexicana.
Después del centenario de la independencia y sus inauguraciones, luego de la guardia de honor al pie de la victoria alada en el Paseo de la Reforma y los fuegos artificiales, tras la adopción de los avances científicos en la vida de México, en 1910, llegaron los fuegos de muerte a lo largo y ancho del territorio: los mismos que embarcan al viejo gobernante en el Ypiranga y le imponen un destierro vigente hasta el día de hoy.
A Porfirio Díaz el gobierno de Francia le entregó la espada de Napoleón Primero. Francia combatida por Porfirio Díaz, en su magnanimidad, reconoció lo que los mexicanos no hemos podido: que los hombres somos hijos de nuestro tiempo y nuestras circunstancias.
El 2 de julio de 1915 Porfirio Díaz murió. Defendió y engrandeció a la patria. La sirvió y honró hasta el límite de sus capacidades; la modeló y construyó según su entendimiento, atendiendo a las circunstancias de su época. Es héroe de la Reforma y la defensa de la independencia, es –también- campeón de sufrimientos en contra de su propio pueblo, pero héroe al fin. Sus restos mortales han permanecido exiliados más años de los que vivió. Francia -la cuna de la república moderna, la democracia y los derechos- reconoció su heroísmo. Y México ¿cuándo?