Ser periodista es, jugarse la vida
Hay jornadas que duran muchos años y la conquista político-simbólica del Zócalo ha sido una verdaderamente larga. Nadie que comprenda un poco de historia contemporánea podría regatear la capacidad táctica de movilización o la habilidad de convocatoria que la izquierda política mexicana ha tenido para hacer lucir rebosante a esa extensa plaza.
A la histórica lucha democrática y al alivio colectivo de la indignación social, el carisma personal de López Obrador ha agregado capas de complejidad a las masivas manifestaciones en el Zócalo por lo menos en las últimas dos décadas. Esto es algo que no sólo se explica con la mera adherencia política sino con la apropiación y naturalización de un estilo, un discurso y una actitud que ya ha construido una complicidad sonora con los colectivos politizados en el país.
El discurso del dirigente que ahora esperan los prosélitos exige no sólo las temáticas y acentos políticos coyunturales, hoy es esencial mantener la cadencia, el tono y las consignas comunes que excitan y enardecen a la audiencia. Es decir, hay expectativas emocionales intensamente esperadas por los congregados y saberlas administrar discursivamente (en ocasiones con el fraseo exacto) se ha vuelto imprescindible para los actores políticos que buscan hacerse un espacio en la palestra.
Sin embargo, la imitación del discurso lopezobradorista no es suficiente para usufructuar el fenómeno político y emocional conseguido en las últimas décadas por el tabasqueño. El Zócalo ha sido testigo de decenas de concentraciones masivas impulsadas por el liderazgo de López Obrador y la relación de ambos se remonta a la década de los noventa del siglo pasado: primero como líder comunitario de la indignación popular ante la dominación hegemónica del partido en el poder; después como dirigente partidista y portavoz de la oposición al sistema político; más adelante como representante simbólico de inúmeras y legítimas demandas ciudadanas; y finalmente como presidente de la República y figura señera de una corriente política que, ni duda cabe, lo trasciende.
Ayer, sin embargo, durante la lectura del mensaje sobre el sexto y último informe de gobierno de López Obrador hubo una sensación de fin de escena. Si por un lado, el movimiento político lopezobradorista y sus tópicos parecen permanecer (el discurso-arenga dado ante el Congreso por la secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde, lo anticipa); por el otro, hay un escenario que exige nuevos personajes, nuevos diálogos y nuevas dinámicas de juego; pero esencialmente, un nuevo compromiso que se debe ganar a pulso y no en forma de legado.
A ras de suelo, los grupos movilizados por las estructuras gremiales o colectivistas llevaban pancartas con la pensada leyenda ‘Hasta siempre, presidente’ que buscaba emular el clásico musical de Carlos Puebla al comandante Ernesto Guevara; sin embargo, algunas personas sencillas decían con auténtica afección y vacilación: “Fue un honor, estar con Obrador”. En ese verbo en pasado casi puede contemplarse la media vuelta que han emprendido varios adherentes y simpatizantes; y sintetiza una confirmación del que estuvo convencido pero que aún espera que lo vuelvan a convencer.
Así lo leyó el propio López Obrador quien comprende bien el ánimo de sus simpatizantes; y por ello, intentó transmitir la herencia simbólica de su movimiento a la nueva figura presidencial. Es lo más que puede hacer, el resto del camino está abierto a quien quiera transitarlo con el desgaste e incomodidades que ello supone.
Concluye una época política a la que nos habíamos acostumbrado en las últimas décadas. En principio, López Obrador no volverá al Zócalo capitalino para dirigir y representar al movimiento político, no volverá a estar en el centro de las intenciones de los colectivos y dirigentes locales ni en el estrado del conflicto social coyuntural. La conquista simbólica de la Plaza de la Constitución ha sido una larga jornada y ni siquiera él advirtió los signos de su ocaso. Quizá haya sido la confianza desmedida que le provocan los resultados electorales o la complacencia ante la sagacidad política que consiguió los curules aliados en el Congreso; pero olvidó que la plaza, en una República, se seduce por la vía de la lucha política y no por medio de la sucesión dinástica.
López Obrador rindió su último informe con alucinantes exageraciones (como cuando señaló que México tiene el mejor sistema de salud del mundo) y con los típicos datos acumulativos de trabajo en administración e infraestructura; sin embargo, en el cierre de su discurso dejó su mensaje más autocomplaciente: que se siga “construyendo una patria nueva, generosa y eterna”. Dejémoslo como un deseo porque si la vanidad nos impidió, durante un tiempo, la comprensión de que estábamos frente a un fenómeno histórico; la prudencia siempre nos ha exigido no moralizar el complejo juego político en México.