Diferencias entre un estúpido y un idiota
El 13 de noviembre de 1834 nació –en el seno de una familia Chontal de Tixtla-, hace 186 años, Ignacio Manuel Altamirano Basilio. Hablar de su vida y de su obra es difícil porque ambas son inabarcables. Baste decir que lo que se ha dado en llamar sus obras completas, comprende hoy 24 robustos volúmenes. Lo cierto es que actualmente, parte de su obra se encuentra dispersa en Europa, Toluca y otros lugares.
Hasta los 12 años, algunos otros autores aseguran que, hasta los 14 años, Altamirano solamente habló su idioma, el náhuatl. Al poco tiempo de nacer México perdió Texas, tenía 13 años cuando perdimos más de la mitad del territorio nacional. Su Estado natal, Guerrero, se formó con parte de los Estados de Michoacán, Puebla y México, cuando él tenía 16 años y ya estudiaba en Toluca.
Es difícil imaginar, como en el caso de Altamirano, condiciones más adversas a partir de las cuales un hombre habría de elevarse, desde las perspectivas casi seguras del analfabetismo, hasta presidir la república de las letras. Nació tan pobre como salían todos los habitantes de Tixtla y a fuerza de sí mismo, movido por una poderosa voluntad de independizar su pensamiento, adquirió una basta y sólida ilustración. En lo que fue su vasta capacidad creadora, lo mismo se aplicó a la poesía que a la novela; el discurso político, la crítica literaria y la crónica; pero también a la historia y al ensayo de profunda penetración social. En todos sus quehaceres fue maestro y en todos hubo aventajados discípulos. No en vano dijo Justo Sierra de él ante su sepulcro: “Nosotros, buenos o malos, grandes o pequeños; nosotros, poetas, profesores, periodistas, dramaturgos, oradores, escritores, nosotros somos tu obra”.
El agudo talento del niño Altamirano, rompió las barreras raciales y lo condujo a las aulas de los planteles superiores. Gracias a la visión de los políticos de pensamiento avanzado, el Instituto Literario de Toluca, abierto al pensamiento, recibió en su seno a los maestros imbuidos de la filosofía y de las ciencias modernas, como Ignacio Ramírez. Gracias a normas dictadas tempranamente en el Estado de México, Altamirano puede ser favorecido como «Alumno de Municipalidad», becado por las autoridades de Tixtla, indudablemente que Ignacio Ramírez sembró en la joven conciencia de Altamirano, el credo liberal y la gran vocación literaria. Si en el ilustre plantel había evidentes diferencias sociales y ciertas expresiones de discriminación, Altamirano las arrinconó con tozudez y su orgullo de hombre brillante. Su don de lenguas y su puesto de bibliotecario, ganado a golpes de estudio, le dieron un lugar privilegiado para devorar los libros de la ilustración europea y de los juristas liberales.
Empuñó las armas en la Revolución de Ayutla. Con la misma intensidad con que se aplicó a crear una literatura que mereciera el nombre de nacional, pues fue su afán el que nuestros escritores dieran rigor formal a sus sueños extravagantes y se percataran de la naturaleza que los rodeaba, con ese mismo fervor se entregó a defender a su patria cuando la invasión extranjera la puso en gravísimo peligro y cuando ya los soldados de la intervención napoleónica asolaban al país, él mismo se precipitó a Tixtla, que era su tierra y su distrito –como diputado- y ahí organizó con sus conciudadanos un batallón que comandó personalmente entre 1863 y 1867. Con estas armas tuvo venturosos encuentros contra las fuerzas imperialistas en Cuernavaca, en Tlalpan, en el sitio mismo de Querétaro y, finalmente, en la liberación de la Ciudad de México, contribuyendo así, con fusiles, pluma y palabra, a la restauración de la República.
Sabio y digno ministro de la Suprema Corte, fue también Presidente de la misma y, de acuerdo con el arreglo constitucional de la época, Vicepresidente de México. Oficial Mayor del Ministerio de Fomento, que era entonces el segundo rango en las dependencias del Ejecutivo, desde donde impulsó caminos, telégrafos y laboratorios. Y periodista siempre, ilustrado, independiente, certero, orientador. Decir que en todo fue incorruptible no es, en su caso, agregar mérito alguno, pues ésta fue condición previa sobre la que erigió el edificio de su vida fecunda.
Y con ser tanto lo que nos heredó Altamirano en los dominios de la creación artística, la judicatura, la crítica, milicia y la administración, es preciso subrayar lo que valió como parlamentario, porque fue mucho. Dos veces fue diputado, hubieran sido tres porque fue reelecto después de su primer periodo, pero la invasión napoleónica lo impidió; la primera en 1861, con la emoción entera y el fragor de sus 27 años y la segunda en la X Legislatura, en la madurez de sus 47; para entonces pleno de experiencia y sabiduría, pues había recorrido con provecho largo camino en la vida pública y en la experiencia humana, sin la cual el más dotado de los hombres se acartona y se convierte en expedidor de recetas inflexibles. Al iniciarse su segunda estadía en la legislatura, en septiembre de 1881, fue electo Presidente de la Cámara y con este carácter dio respuesta al Informe Presidencial que presentó en esa ocasión el general Manuel González; luego presidió en ella con brillo la Comisión de Instrucción Pública. En la primera ocasión legislativa representó a su natal distrito de Tixtla y en la segunda a una circunscripción electoral de San Luis Potosí.
Si se examina la participación de Altamirano en la Cámara de Diputados, como representante popular, sobre todo en su primer ejercicio, aparecen de inmediato los temas que fueron razón de su vida: la defensa apasionada de la soberanía nacional; el triunfo y efectividad de las ideas liberales; la vigencia de las garantías individuales; la ilustrada independencia que en el marco de la Ley toca al Congreso frente al Ejecutivo; la pasión por la educación del pueblo y la congruencia absoluta entre el pensar y el decir, entre el decir y el votar. Baste como recordatorio del Altamirano parlamentario, su discurso del 5 de febrero de 1882, en que sentó las bases del carácter obligatorio, gratuito y laico que debería tener en México la educación primaria, lúcida y genial anticipación de lo que el Constituyente de 1917 consagraría en su artículo 3o.
La última etapa de su vida fue como diplomático de México en Barcelona y París. Un hombre inteligente, preparado, valiente, libre, parlamentario en la época de oro de la división de Poderes en México era un peligro para los propósitos de Porfirio Díaz y por ello esa especie de exilio.
Murió en San Remo, Italia el 13 de febrero de 1893. Murió pobre, nació y vivió pobre, porque también actúo como maestro de la rectitud, no obstante que durante mucho tiempo los generales Vicente Jiménez y Juan Álvarez le confiaron la guarda y la administración de importantes sumas de dinero, además de haber desempeñado elevados empleos en la administración pública en los tres poderes de la federación.
Los ingresos que obtuvo desde sus primeros trabajos los destinó a apoyar a estudiantes pobres, a fundar revistas, a editar periódicos, a hacer cafés literarios, círculos de estudio, a impulsar la labor científica y cultural de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística de la que fue presidente, y a todas las instituciones culturales que formó y las que existían en la Ciudad de México.
Hay mucho que decir de Altamirano. Quisiera citar los pasajes más hermosos de sus novelas. Su paso por la historia de México es la mejor demostración de la grandeza del ser humano: levantarse de la marginación para ser, como dice Arturo Corzo Gamboa, uno de sus biógrafos, pluma y espada de la República.