
México recibe récord histórico de inversión extranjera
Se ha estrenado la esperada serie de HBO sobre Marcial Maciel “El lobo de Dios”, un documental que mantiene vigente la necesaria conversación sobre los abusos cometidos desde posiciones de poder y prestigio, de forma especial pero no exclusivamente en las estructuras eclesiásticas.
Para los que conocen la historia, Maciel fue un atroz sacerdote que, mientras erigió un emporio de instituciones católicas, favoreció un culto adulador y cómplice en torno a su persona y un entourage sistémico de distinción, prerrogativas y encubrimiento de incontables crímenes que pasan, pero no se limitan, por el abuso sexual contra menores, el fraude, la usurpación de funciones, el narcotráfico, la corrupción de autoridades, la connivencia, los pactos nefandos, la intimidación gangsteril, entre otros.
Esta renovada exposición de horrores –cualquier cosa que diga aquí, se supera con creces en los testimonios de sus víctimas y en las investigaciones ulteriores– obliga a reflexionar sobre cuán profundamente afecta la cultura de abuso y encubrimiento a nuestras sociedades, a las organizaciones y a la fraternidad en las comunidades. Evidentemente, en la lógica del abuso no sólo se afecta la estabilidad emocional o la seguridad personal de las víctimas sino que se clausuran espacios de confianza y cooperación. Por ello, el camino de reconstrucción no sólo implica el reconocimiento de la voz de las víctimas y de sus necesidades, el acompañamiento y la reparación de los daños sufridos; también se requiere un urgente proceso de transformación de estructuras, especialmente las de poder, que facilitaron y aún favorecen la violencia institucionalizada.
Aunque no recibió el mismo interés mediático, se realizó también en estas fechas en la Arquidiócesis de Hermosillo, el primer Seminario de Protección y Prevención de Abusos contra Menores y Personas Vulnerables. El seminario-taller contó con especialistas internacionales como los sacerdotes Jordi Bertomeu –enviado personal del Papa conocido como el zar anti-abusos en la Iglesia católica– y Daniel Portillo, asesor regional para América Latina sobre abuso y prevención; ambos proponen una respuesta estructural que trasciende lo reactivo para plantear una prevención radical desde la ciudadanía y la participación colectiva.
La idea central de estos especialistas es reconocer que el abuso sexual es sólo una manifestación de un fenómeno más amplio y grave: el abuso de poder. Este incluye variantes como el abuso espiritual, de conciencia, laboral, político o económico, todos sustentados en asimetrías estructurales. En la Iglesia, por ejemplo, este abuso se ha facilitado por una cultura clericalista que santifica la autoridad mientras desprecia o sataniza a la crítica. Pero el fenómeno trasciende los templos e instituciones de inspiración religiosa: en la política, empresarios y funcionarios reproducen dinámicas similares, aprovechando privilegios para silenciar, someter y explotar. La vulnerabilidad sistémica de amplios sectores –mujeres, niños, pobres, etcétera– crea condiciones inmejorables para que estos abusos se normalicen.
Desde el seminario en Hermosillo se propuso un cambio de paradigma: pasar de la reacción a la prevención, y de la centralización expertocrática a la ciudadanización vigilante. La idea de Bertomeu de formar «apóstoles de la prevención» –que todos los ciudadanos estén capacitados para detectar y denunciar abusos– es abiertamente democrática: descentraliza la vigilancia y la convierte en una responsabilidad colectiva.
Junto a esto, el enfoque contra el abuso, se complementa con la justicia restaurativa, que prioriza la reparación integral de las víctimas mediante la creación de nuevos espacios de escucha segura para sobrevivientes, sin revictimización; el transparentar procesos investigativos y sancionadores; y finalmente lograr desmantelar culturas de secretismo mediante protocolos de rendición de cuentas.
El obispo Javier Acero Pérez, también promotor de una cultura de la protección y la prevención contra los abusos, reconoció que vivimos en una sociedad muy abusiva; y que el proceso de reparación debe pasar también por mejores liderazgos éticos, líderes que prioricen la integridad sobre la lealtad corporativa; una educación en dignidad, para que desde las familias y las escuelas se detecten y rechacen los abusos de poder; y también mantener una sana correspondencia con las exigencias legales y canónicas tanto para auxiliar a víctimas, reportar abusos, sancionar el encubrimiento y proteger a la comunidad.
En efecto, vivimos en un país donde las jerarquías se ejercen con frecuencia como instrumentos de dominación y el abuso de poder se manifiesta como un cáncer que corroe muchas instituciones, desde las políticas y económicas hasta las eclesiásticas. Quizá por ello estamos obligados a hacer memoria y justicia sobre los horrores de los que es capaz un líder abusador y corruptor; tanto como estamos compelidos a desmontar una cultura de encubrimiento que permite que los crímenes se realicen, se escondan, se enquisten y perpetúen en formas sistémicas y naturales de las organizaciones.
Sólo así podemos remontar los macabros legados que los abusadores sistémicos han dejado en nuestro país y romper el espejo de la impunidad donde aún se guarecen y resguardan en silencio cómplice no pocas instituciones.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe