
Fernando Beltrán se despide de Chivas y deja polémico mensaje
Como la política se rige de reglas pero también de expectativas, “el país más democrático del mundo” no puede colocarse esa medalla si el Poder Judicial que cumple función de contrapeso del Ejecutivo y de vigilancia de la vigencia de la Constitución se elige con apenas el 13% de los votos, y la mitad de ellos con inducciones que nada tienen que ver con la mejor democracia de la galaxia.
Cuando en regímenes democráticos -y ahí está el caso de España- no se cumplen con los rangos mínimos legales para construir mayorías, los procesos electorales presidenciales se repiten las veces que sea necesarias. Si el Poder Judicial que vigilará la impartición de Justicia y establecerá el rango hegemónico de la Constitución se eligió con el 13%, la línea de flotación no establecida legalmente, pero aplicada en consultas legales similares es del 40% del padrón para consultas vinculatorias a las leyes o para ese mecanismo que no se ha aplicado con la legalidad del caso de revocación del mandato.
La reforma judicial tenía una vara muy alta, colocada por el Gobierno de López Obrador y por las experiencias electorales del país: del 40% de piso legal en revocación del mandato y consultas al 60% de votos emitidos en las elecciones presidenciales de la candidata Claudia Sheinbaum Pardo. Y sin llegar a ser tan estrictos, podría considerarse como término medio los rangos de legitimidad de las mayorías en el Congreso: de la absoluta de 51% para cambiar solo leyes y la calificada de 67% para modificar la Constitución.
Un cambio de estructuras de régimen –que no es ni debe ser considerado cambio de régimen– no debería agotarse en la modificación del funcionamiento del Poder Judicial con el 13% de votos reconocidos por el Instituto Nacional Electoral, y de los cuales cuando menos la mitad fueron manipulados o inducidos por Morena y el sector público y quizá la otra mitad por un electorado voluntarioso que quiso cumplir con ciertas exigencias como ciudadanía.
En términos ideales, un cambio en el Poder Judicial con una votación inflada de 13% no puede garantizar las condiciones mínimas de una democracia, y ya no se diga en “el país más democrático del mundo”, porque el nuevo cuerpo de juzgadores y de vigilantes de la vigencia de la Constitución no puede haber arribado a una legitimidad con poco más de una décima parte del electorado con capacidad de participar en la votación de cambios en las estructuras del sistema/régimen/Estado/Constitución.
Por tanto, una democracia que se respete –sin llegar a ser “el país más democrático del mundo”– debería tener la madurez institucional y ciudadana para aceptar que un nuevo Poder Judicial que influirá en el modelo constitucional de los tres poderes de gobierno no tendría la legitimidad electoral y que entonces tendría que convocar a una repetición del proceso, pero ahora sí con un sólido acuerdo político democrático –sin llegar alguien ideal de “el país más democrático del mundo”– con la oposición minoritaria, independientemente de su grado de desprestigio.
El método de elección de juzgadores y vigilantes constitucionales no modificó la estructura del régimen que reconoce la Constitución: republicano, representativo y federal y con tres poderes autónomos de gobierno, aunque sí regresa a los tiempos del presidencialismo absolutista que dominaba por construcción del régimen sistémico a los otros dos poderes. México nunca pudo acreditarse como una verdadera democracia, aunque sí como un régimen de consensos y entendimientos de la política mexicana como sistema/régimen no democráticos por la ausencia de ciudadanía, la caracterización durante los años de oro del régimen priista en los que el pueblo mandaba a través de procesos electorales controlados por el gobierno y el retorno a ese modelo en donde apenas el 13% del pueblo electoral impondrá un nuevo Poder Judicial que se encargará de impartir justicia a las mayorías sin poder real y de vigilar la vigencia de la Constitución.
En términos reales, las reformas al sistema/régimen/Estado/Constitución de López Obrador y Morena no son más que la aplicación en vivo y en directo del modelo político conocido como gatopardo, en base aquella afirmación de Lampedusa en su novela homónima en donde la burguesía monárquica enfrenta una revolución popular republicana y entonces entiende que “para que sigan igual, las cosas tienen que cambiar”.
A nivel de desafío para análisis político en el sistema y en la academia, estamos ante un modelo clásico de restauración, aunque a partir de una regla de oro de los ciclos evolutivos en las relaciones sociales y de poder de que la historia –diría García Márquez–no tiene caminos de regreso.
-0-
Política para dummies: la política destruye la política.