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CIUDAD DE MÉXICO, 19 de septiembre de 2018.- Los aullidos, incesantes y desesperantes, pero que poco se escuchaban entre el tumulto, guiaron a los rescatistas hasta el lugar donde estaba tapiado el cuerpo de la estudiante Alejandra Vicente Cristóbal.
La perrita Rubí era su mascota y fue la compañera fiel que no se movió de su lado en el devastador terremoto que enlutó a México el 19 de septiembre de 2017, el segundo más mortífero en la historia. Cuando los rescatistas lograron adentrarse al inmueble de cinco pisos en ruinas, encontraron a la joven con medio cuerpo doblado: de entre su abdomen y pecho salió Rubí, a quien la universitaria protegió con su cuerpo.
Hoy es lo único que sus padres conservan de su única hija; todo lo perdieron en la desgracia. Entre las miles de historias de sobrevivientes que tuvo la tragedia, la joven no pudo contar su historia, pero sus padres sí: “cuando me entregaron a la perrita, pensaba que luego iba a ver a mi hija salir con vida del edificio. Yo no me quería resignar al hecho de que estaba muerta.
Tenía esperanza, tenía fe. Pero no, su alma estaba en el cielo”, contó Porfirio Velasco, padre de la víctima, a Quadratín. Alejandra, de 24 años, no tuvo clases el martes 19 de septiembre, por lo que se quedó en casa adelantando una exposición para una de las últimas materias de sociología, carrera que estudiaba en la UAM. La última vez que sus padres la vieron con vida fue justamente una hora antes del fatídico terremoto.
El edificio de cinco pisos, ubicado en la calle lateral de Viaducto y calle Torreón, de la colonia Narvarte en Ciudad de México, era de oficinas; los únicos que vivían en él eran Alejandra y sus padres, quienes fueron los conserjes del inmueble durante 18 años. “Ella sacó a pasear a su perrita por el vecindario y cuando regresó a las 13:15 horas, agarró su cantimplora de agua y me dijo: mamá voy a ir a tu cuarto a estudiar que tengo que prepararme para una exposición.
Y yo le dije que estaba bien, que al rato nos veíamos y comíamos elotes y esquites, la comida preferida de ella”, relató la madre, María del Rosario Cristóbal Luna. Recuerda perfectamente cómo estaba vestida ese día: “esa tarde se puso muy guapa porque iba a ir a un café con sus amigas después de las 14 horas.
Llevaba puesta una blusa rosada y un pantalón de mezclilla. No sé por qué me fijé mucho en su vestimenta”. A las 13:14, cuando ocurrió el terremoto, Porfirio y María del Rosario estaban cada uno en su trabajo. Él había ido al Centro, como de costumbre, a rebuscarse.
“Lo primero que pensé fue en mi hija y sentí una sensación terrible en mi corazón. La llamaba a su teléfono celular y no me contestaba, en ese momento me entró una desesperación. Salí corriendo a buscarla, de camino a la casa veía edificios y casas derrumbadas, gente herida, carros destrozados, mucho polvo en al aire; todo ese ambiente me desconcertaba más. Estaba perdida, solo quería llegar y ver a mi hija; no me importaba si había sufrido alguna lesión, pero quería verla con vida”.
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