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SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 8 de septiembre de 2019.- Páramo yermo, motivo de discordia, vergel y hasta escenario de enfrentamientos entre liberales y conservadores. Todo eso y más ha sido el que quizá sea el principal paseo familiar de los habitantes de la capital potosina: la Alameda Juan Sarabia.
Pulmón y corazón del Centro Histórico, en las calles y avenidas que circundan a la enorme área verde confluye la mayor parte de las rutas del transporte público y es la puerta de entrada al primer cuadro de la ciudad para los viajeros que llegan desde el sur, el oriente y hasta para los del norte.
De la Alameda hay quienes admiran su perenne verdor, sus numerosas jacarandas que florecen una vez al año —justo cerca de Semana Santa— para colorear las copas de dichos árboles de un vivo color morado, así, como para sumarse al sentimiento de luto universal que genera el recuerdo de la muerte del hijo del Creador.
No falta quien lamente y repruebe que sus pasillos sean ahora una prolongada e improvisada área de reclutamiento de personal para las empresas de la Zona Industrial. También hay quien no deja de preguntarse ¿qué tan severa será la falla que a lo largo de varios trienios ha impedido llenar de agua uno de sus lagos artificiales?
Adultos en plenitud son quienes recuerdan a la Alameda como sede de la feria potosina y que uno de sus lagos se convertía en pista de baile durante el evento, siendo usado como escenario de la orquesta el quiosco de troncos de concreto de su parte central.
De este emblemático punto de la mancha urbana capitalina se recordará a continuación la primera parte de su historia.
En el origen, una pugna
Para gran parte de los habitantes de la capital tal vez no le resulte desconocido el antecedente de que la Alameda fue en su remoto pasado parte del Convento de los Carmelitas descalzos.
La orden religiosa se asentó en la ciudad en 1738 e inicialmente se instaló en una modesta construcción a espaldas del convento de los franciscanos. Ahí permanecieron hasta que en 1740 una afortunada donación vino a cambiar su destino.
Los hermanos Francisco y Bartolomé de Mesa les heredaron el predio conocido desde los orígenes de la ciudad, en el lejano 1592, como La Lagunita. La propiedad constaba de tres caballerías y tres sitios de ganado menor.
Para darse una idea del tamaño del terreno, baste señalar que el templo y el convento (que llegaba hasta la actual avenida Universidad, entre Villerías y Constitución) sumaban apenas entre dos y tres solares, es decir, ni lo equivalente a un sitio. En total, los carmelitas recibieron como regalo una superficie de poco más de 2 mil hectáreas. (El parque Tangamanga 1, mide 411, para que tenga una idea, amable lector).
El testamento de los hermanos Mesa fue ejecutado el 22 de septiembre de 1740.
Los carmelitas descalzos, en una acción muy cercana a la vulgar tacañería terrenal, notaron de inmediato que en su propiedad se encontraban asentados siete xacales cuyos ocupantes trabajaban unas modestas milpas.
No dudaron en emprender un pleito legal para echarlos y recurrieron para ello a un argumento vil. Señalaron que los invasores, habitantes del pueblo San Cristóbal del Montecillo, ni indios “puros” eran y por lo que no merecían la protección de la Ley General de Indios.
En defensa de los ocupantes de los predios salieron algunos litigantes e incluso el cura del pueblo, quienes reconocieron —eso sí— que efectivamente se trataba de lobos, coyotes, mulatos e integrantes de algunas otras castas menores.
Los denunciados informaron que el pueblo constaba de 40 o 50 familias cuyos antecesores, padres y abuelos, si habían sido indios por lo que pidieron no ser desprotegidos por la ley.
Se consignó en el expediente de la causa, que el asentamiento se había fundado en 1747 y que el 10 de septiembre de 1753 había logrado su reconocimiento como pueblo. Tal estatus les garantizaba la posesión de sus tierras y lo más importante: su derecho a elegir a sus autoridades.
El gusto les duró poco, pues el 12 de enero de 1754 los carmelitas solicitaron que se les retirara tal reconocimiento, petición a la que les dieron el sí el 22 de septiembre de 1754.
El 20 de octubre de 1755 las autoridades recorrieron con los religiosos el predio en disputa para darles legal posesión, sin embargo, la cosa no acabó ahí.
Durante los siguientes 12 años anidó en el corazón y en la mente de los pobladores del Montecillo un amargo rencor, fruto de la sensación de sentirse despojados.
Esta olla de presión emocional explotaría violentamente el 27 de mayo de 1767, durante los llamados “tumultos”.
Represión y confirmación de posesión
La escena debió haber resultado dantesca. Joseph de Gálvez mandó colocar un cadalso en plena Plaza de Armas y en él mandó colgar a una docena de los sublevados que en un funesto día de mayo se habían atrevido a reaccionar contra la constante opresión de que eran objeto.
Ya se narrarán los detalles del mencionado episodio en alguna otra ocasión, pero lo importante de esos días, en lo que a la Alameda se refiere, es que el enviado del Virrey declaró, como parte de castigo a la rebeldía, anulados todos los derechos de los pueblos capitalinos los cuales se convierten en barrios dependientes del Ayuntamiento.
Más grave aún, privó a sus habitantes de sus propiedades las cuales se convirtieron en ejidos.
En contraste, premió la lealtad de los Carmelitas durante las revueltas confirmándoles la posesión legal de una superficie de 99 mil 792 varas cuadradas para que en ella establecieran su huerta.
Contrario a lo que pudiera pensarse, la orden religiosa se tomó entonces las cosas con calma y no fue sino hasta 1769 cuando iniciaron los trabajos.
Tal vez fue el temor a sufrir nuevas invasiones lo que los determinó a construir una barda para proteger su propiedad. La edificación inició en 1774 y terminó en 1786. La protección estaba hecha de piedra, adobe, ladrillo y mezcla de cal y arena. Media mil 500 metros de largo por dos de altura y llegó a contar con unas 500 columnas de piedra para darle firmeza.
Los sembradíos requerían agua y para ello la orden religiosa construyó una obra hidráulica que les garantizaría el suministro desde la alberca Del Carmen, ubicada frente a lo que ahora es el templo del Perpetuo Socorro, en Arista y Tomasa Estévez.
La obra fue reconocida como una de las más importantes en su tiempo y se menciona que costó 22 mil pesos. Valió la pena, porque para 1786 el convento y su huerta contaban con nueve norias que garantizaban el riego permanente. Los carmelitas tenían para entonces 238 árboles frutales, 376 arbolitos y 8 mil 400 cepas de vides para producir vino.
Para almacenar la espirituosa bebida, el convento contaba con dos pipas de 14 barriles cada una.
El páramo yermo era ahora un vergel.