
Instala Gobierno estatal Consejo de Participación Juvenil en Zaragoza
SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 12 de julio de 2025.- La conocí entre aromas vivos, prisas, vapor de comal y colores ardientes que chisporroteaban como fiesta en las paredes. Fue un encuentro deslumbrante en el corazón de piedra rosa de San Luis Potosí: la cocina del restaurante La Parroquia, celebrando 50 años de historias y sabores.
Para conmemorarlo rindieron homenaje a la esencia más pura de la cocina tradicional. Allí estaba ella, destilando calidez. Lorenza Sarabia Flores.
Erguida, sudorosa, agotada, pero satisfecha. Recién había terminado los chiles ventilla, y estaba a nada de dar el toque final a un exquisito guiso de tunas.
La cadencia de sus muñecas era hipnotizante, nos enseñaba a todos sin hablar, danzando con sabiduría la cuchara sobre el fuego. Esas manos, son la herencia más preciada.
En sus ojos lacónicos, se adivina la firmeza de quien ha recorrido la vida con sal, picante y dulzura en el corazón. Muy cerca está Claudia, hoy fungiendo como aprendiz de casa, no pierde detalle, atisba con atención desde la licuadora cuando Lorenza palomea el xoconostle, una tunita ácida que, igual que las emociones, necesita tiempo para suavizarse.
Lorenza viajó desde San Pascual, una comunidad enclavada en Villa de Reyes que parece detenida en el tiempo, ahí sus días transcurren entre mazorcas, cabras, cosechas y ubres de vaca que desparraman leche cada madrugada; es el terruño donde Doña Antonia Flores, su madre, amarraba su mula para luego sentarse en cualquier loma, sacar el metate y moler nixtamal. Fue ella quien comenzó todo.
Respiré hondo, dejando que el aroma de la olla me envolviera. Y entonces, antes de siquiera preguntarle, me regaló la receta sin ceremonias, como quien ofrece una flor silvestre: chile guajillo, tuna, masita, cebolla, sal, comino. Lo prueba -aún burbujeante- en la palma de su mano, así se saborean las certezas. Quedó listo.
Sus arracadas de oro se agitan cuando da el visto bueno, luego viene una sonrisa ceñida por otro metal brillante y regresa a sus raíces. Nació en la presa San Agustín y a los 10 años ya guisaba “lo que hallaran en el monte”.
Cambió el lápiz por leña y la escuela por la humilde cocina de su abuela, techada solo con hojas de maguey. Se le escapa un llanto tímido cuando recuerda esa pobreza, como si el aire frío que se colaba entre los palos, aún le soplara dentro.
Pero nunca, dice, sintió hambre. “La madre tierra nos daba todo”.
Y aún ahora, 40 años después, se levanta a ordeñar, a moler nixtamal en el metate que fue de su madre. En su cocina cada día es luminoso, la resguarda un techo de ladrillo rojo con estrellas, y el resplandor que entra por la ventana acaricia los trastes de barro, las servilletas bordadas, el fogón encendido. Alcanza al queso fresco, blanco, fulgurante; hecho con manos sabias y alma de luz.
Esas lágrimas no fueron las únicas. Hubo otras, más hondas, que soltó sin tapujo cuando recordó una tarde de febrero, estaba preparando Chiles Ventilla y recibió la noticia de que su sobrino había muerto. Lorenza tuvo que continuar endulzándolos, condimentando, sirviendo… también se sigue cuando la muerte se sienta en la mesa.
Una noche antes de estar en La Parroquia, con la entereza que sólo tienen los sabios, cocinó quelites, café y tortillas para llevar a un velorio en Villa de Reyes.
“Como dije, la madre tierra nos da todo, pero luego nos reclama… así tiene que ser. Yo tuve una experiencia, a los doctores se les pasó la anestesia en mi segunda cesárea, morí, recuerdo esa paz, no quieres regresar, desde entonces creo que no hay nada mejor que marcharnos después de haber vivido una vida feliz, sirviendo a los demás y dando lo mejor”.
Le duele ver que se pierdan las raíces, y las cocinas extranjeras desplacen la memoria de los fogones. Pide con dignidad recordar lo nuestro, lo ancestral. “Que no se pierda, que volteen a vernos para que las futuras generaciones sigan”, dice, como quien cuida el último tizón ardiente del fuego.
Mientras los meseros corren, las copas brindan, las familias comparten y el amor se revela en gestos simples, Lorenza remoja los dedos y empieza la magia: masa, vapor, comal negro infinito.
Cierra con fuerza la torteadora metálica. “La mía es de mezquite”, dice con nostalgia. “Tiene más de 30 años que me la trajeron de Michoacán. Se la va a quedar mi nieta, porque mi hija no se la va a acabar”.
De pronto, la barra está en flor: telas coloridas, cartas de lotería, papel picado, cazuelas. El primer platillo llega humeante: chile ventilla, arroz blanco, xoconostle y frijoles de olla. El agua de tuna combatiendo con dulzura al incendio del guajillo.
Al poco tiempo, un grupo de turistas tamaulipecos la rodea con admiración para la fotografía. Sonríe, como si esa atmósfera de halagos fuera cotidiana.
Se inclina sobre la masa, le clava los dedos como ha hecho desde niña, y las tortillas infladas hacen su magia; nos regala algo de su historia en cada una, un fragmento del nixtamal de su madre, del café de olla humilde de su abuela, de las mujeres que han sido sus raíces, su fuego y sustento.
Amasa el tiempo, lo sirve caliente. Y aunque esas manos se queden quietas, aunque algún día ya no haya danza entre sus dedos, vendrán alumnas, hijas, nietas, más comales encendidos y aquel sabor exquisito que nos sacuda el alma. Lorenza, algo tuyo se quedó aquí.