
Zedillo: solo neoliberalismo y Salinas, no la oposición real
Con el primer clic del día, se asomaron las dentaduras chimuelas en la pantalla del teléfono, caritas sonrientes, fotografías escolares, en algún bailable o con el payaso del cumpleaños, algunas imágenes deslavadas de los años 80 o 90. En fin, mensajes de amor proyectados en una especie de ritual digital nostálgico.
No pude soslayar la pregunta: ¿a todos les alegrará recordar su infancia, o habrá quienes la reviven dolorosamente?
La verdad es que no todos fuimos niñas y niños felices. A veces, es imposible mirar esas fotos sin que algo —cargado de la misma inocencia de entonces— se quiebre por dentro.
¿Cuántos niños —de antes y de ahora— han padecido una vida de violencia física, psicológica y sexual? No lo sé, pero estoy segura de que las víctimas de omisiones, de silencios cómplices, de miradas que se apartaban, aprendieron a sobrevivir de algún modo.
Mucho hemos aprendido a sanar. No es nada fácil, porque vamos en este viaje formando vínculos a partir de nuestras heridas, pero en ese trayecto descubres que el perdón no es para quienes dañan, sino para liberarnos a nosotros mismos.
Terminas por darte cuenta de que tu historia no es única; sino que se trata de una realidad compartida por millones de adultas y adultos cargando cicatrices invisibles de una infancia triste, rota.
Leí con una tristeza desbordante, que la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), reportó en 2024 cerca de 20 mil 450 casos de lesiones a niñas, niños y adolescentes, la cifra más alta desde que se tienen estos apuntes.
Además, consignan 2 mil 517 casos de corrupción de menores y 298 de extorsión, también máximos históricos. En ese mismo año, 80 niñas y adolescentes fueron víctimas de feminicidio, y 966 menores de entre 0 y 17 años fueron asesinados.
Qué afortunados fuimos algunos. ¿Lo fuimos?
Resquebraja el alma pensar que solo son estadísticas; que nadie los nombra como historias truncadas, sueños apagados y futuros robados por seres perversos. Fueron niñas y niños que, como yo, esperaban que alguien los viera, los escuchara, los salvara. Y se fueron esperando.
Es urgente que como sociedad asumamos nuestra corresponsabilidad en la protección de la infancia, imperdonable además que sigamos siendo espectadores pasivos ante el abuso y la violencia.
Debemos ser los adultos que necesitábamos cuando éramos niños: seres humanos presentes, empáticos, protectores.
Esto implica no solo denunciar y actuar ante situaciones de violencia, sino también fomentar entornos de amor y respeto. Educar en la empatía, en la escucha activa, en la validación de las emociones, y romper con patrones de violencia normalizada, construyendo nuevas formas de relacionarnos.
Las autoridades tienen una responsabilidad ineludible, también es cierto. No vemos que tengan ganas de implementar políticas públicas efectivas para la protección de la infancia, que se destinen recursos suficientes para la atención de víctimas, y que se garantice el acceso a la justicia; tristemente, la impunidad sigue siendo la norma.
Quiero decir algo a quienes fuimos víctimas: no tenemos por qué callarnos. Nadie tiene derecho a exigirnos silencio ni a minimizar nuestro dolor. Aunque nuestras verdades incomoden, aunque nuestros recuerdos molesten, tenemos el derecho de nombrarlos y que se ofendan si quieren.
Porque muchos crecimos guardando silencio, sintiendo miedo, cuidando a los mismos que debieron cuidarnos, y evitando reclamos por hablar de algo que nos destruyó. Pero ya no.
No está mal haber nacido con heridas. No está mal tener miedo de hablar. Lo que sí está mal es que nos obliguemos a callar cuando nuestra salud mental y paz espiritual necesitan expresarse, romper el silencio, y finalmente sanar.
En este Día del Niño, mi deseo es que cada niña y niño en el mundo tenga la oportunidad de vivir una infancia plena, libre de violencia y llena de amor.
Que puedan crecer en entornos seguros, donde sus derechos sean respetados y su voz escuchada.
Y para quienes, como yo, llevamos dentro a una niña o niño herido, recordemos que siempre hay esperanza, que es posible sanar, y que nuestras cicatrices pueden convertirse en fuerza, en empatía, en compromiso y solidaridad.
Nosotros podemos ser el cambio que deseamos ver en el mundo.