
Lidiar con Trump
En la política de nuestros días, se ha desatado una enfurecida competición que tiene que ver más con la vanidad que con la eficiencia de sus protagonistas.
Las cirugías estéticas se han convertido en la nueva tarjeta de presentación -tangible e interactiva-, de quienes buscan más lucir una sonrisa legislativa en redes sociales o el mejor perfil para las lonas de campaña, que el trabajo real.
Estos regímenes parecen integrados por aspirantes a protagonizar obras de teatro, y ese espacio donde las decisiones deberían definir el porvenir de una comunidad, termina convertido en territorio de una nueva prioridad: la obsesión por la imagen.
Como si el poder exigiera no solo dominio sobre el servicio público, sino también el propio reflejo, las y los protagonistas políticos se han entregado a una estética manufacturada, modelando solo su silueta y no un legado de gobierno. No es un capricho aislado. Se ha vuelto una norma que quienes ocupan estos espacios -hombres y mujeres por igual- privilegien bisturí y agujas por encima de programas, trabajo, rendición de cuentas y reformas.
La piel tersa y la simetría facial parecen haber desplazado así a la visión, y los quirófanos han tomado el lugar de los espacios de deliberación. No es el debate de ideas lo que rige, sino la competencia por la juventud perpetua, por la armonía forzada de un rostro que no admite imperfecciones ni contradicciones.
Un caso ejemplar de cómo la frivolidad pasó de ser algo privado a un asunto de interés público, fue cuando en el Ayuntamiento de San Luis Potosí, en tiempos de la alcaldesa Victoria Labastida Aguirre (2009-2012), se documentó que una docena de funcionarios gastaron cerca de 40 millones de pesos del erario para embellecerse a expensas del bien común.
Se volvió frecuente ver en las oficinas narices rectificadas, bustos elevados y glúteos moldeados, una práctica que se instauró como hábito. Algunos de los responsables fueron removidos, aunque la balanza justiciera, tan fácilmente inclinable, permitió el regreso de al menos dos que alegaron despidos injustificados.
Lo grotesco de esta revelación no estriba solamente en la descarada desviación de fondos públicos, sino que revela las prioridades de quienes nos gobiernan.
La pregunta taladra: ¿qué los empuja a esa constante metamorfosis estética? ¿Es el reflejo de una inseguridad profundamente arraigada, o una necesidad de validación? Quizá simplemente nos enseñan que el poder ya no se ejerce, solo se performa.
Lejos de cimentar su legado en obras que trasciendan o en estructuras que hagan perdurar su nombre, optan por dejar su rastro en una imagen estética que se diluirá con la misma velocidad con la que se construyó. Porque nada, ni nadie, le gana al tiempo.
No es el caso condenar su obsesiva búsqueda de la belleza, sino de cuestionar a que lleguen a utilizarse fondos públicos para un asunto privado que ya ni siquiera es de salud, sino de egolatría.
Es muy sencillo entender por qué actúan así y cómo impacta negativamente este comportamiento en la vida de una ciudad o estado: Si las y los gobernantes necesitan reconfigurar su fisonomía para sostener su imagen pública, ¿qué dice eso de su estabilidad emocional, de su relación con el poder y, por ende, de su capacidad para ejercerlo con responsabilidad?
La vanidad puede ser un defecto humano, pero cuando se convierte en una estrategia política, el problema trasciende lo personal y se vuelve sistémico.
Si la política se ha reducido a una exhibición de apariencias, a una pasarela de egos embellecidos a costa del erario, el ciudadano tiene derecho y el deber de exigir autenticidad y cuentas claras.
Para muchos, ya fue suficiente tiempo haber tolerado la incompetencia de las y los servidores públicos que sonríen bajo un rostro retocado, unos glúteos prominentes, un busto que desafía a la gravedad o una nariz de modelo de pasarela.
San Luis Potosí, y todo el país, exigen líderes cuyo compromiso se refleje en actos y no en sus facciones, porque la historia recordará las grandes gestiones y no los vientres planos, las papadas restiradas o las mandíbulas definidas.
El poder, como la belleza, es efímero, pero parece que no hay cirugía capaz de hacerles entender eso.