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SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 25 de octubre de 2024.- Oculto en el paisaje cotidiano de las calles del Centro Histórico de San Luis Potosí, entre el barullo de la avenida Damián Carmona, se atisba un pequeño local detenido en el tiempo, ahí dentro se cosen las heridas del pasado y del presente, para poder seguir rodando hacia el futuro. Es el Hospital de Balones, marcado con el número 535, donde don Guadalupe devuelve el aliento -con hijo y aguja- al espíritu deportivo de las infancias y juventudes potosinas.
Este sitio con más de 50 años de historia y tradición ha sido refugio para generaciones de niños, adolescentes y otros no tan jóvenes, que ven resurgir la esperanza de su deporte en cada pinchazo de la aguja lanera, el metal atraviesa con fuerza para dar paso al hilo encerado que vuelve a compactar el cuero o plástico.
Las puntadas de la familia Medina Reyes no solo cosen esferas, curan las ansiedades de quienes encuentran fe, esperanza y sueños en su deporte predilecto, lo mismo pateando, que botando los balones con las palmas de su mano hacia el pavimento.
Entre los olores extraños del tiempo, tintas y efigies de la buena suerte para el dinero, es posible distinguir la figura encorvada de su dueño, don Guadalupe Armando Medina Reyes, aguzando la mirada detrás de unos espejuelos empañados que casi le cuelgan de la nariz, hasta lograr enhebrar el hilo.
Mientras remenda con agilidad de artesano un balón del Real Madrid compartió el relato de su infancia, fueron días marcados por la necesidad económica en casa y había que sumarse al trabajo, él conoció los balones por obligación y no jugando, como cualquier pequeño de su época; aunque el legado que entonces le parecía aburrido e injusto, terminó convirtiéndose en su modo de vida, en el sustento de su familia y la esperanza de más vida deportiva para las pelotas y balones.
Su padre fue Tiburcio Medina, hombre recio y disciplinado que le enseñó inicialmente el oficio de reparación de calzado, por lo que el negocio era conocido como el Hospital de Calzado.
Sin embargo, con el tiempo, decidió expandir la labor del taller para incluir la reparación de balones de distintas disciplinas, desde fútbol hasta los batallosos cueros del fútbol americano.
“En aquellos tiempos el hijo mayor se iba a trabajar con el padre; yo, siendo el mayor de 13 hermanos, fui el único que continuó con esta labor. Aprendí en un año, pero a veces me regañaban porque antes los padres eran muy estrictos; así fue como aprendí”, relata don Guadalupe.
Han pasado varias décadas y los materiales de los balones han cambiado, volviendo su trabajo más complejo; las marcas de pinchazos en sus dedos dan testimonio de eso. Recuerda que antes, cuando eran de cuero, cada reparación le llevaba solo 15 minutos, pero con los nuevos diseños de menor calidad, puede tardar hasta media hora en cada pieza.
“En esos tiempos eran señores balones, ahora es pura basura lo que venden. Eran de cuero y perfectos”.
«Hace unos años, no me acuerdo cuántos, un señor me trajo uno de cuero rojo y fue el último que vi. Lo traía como si fuera un lingote de oro, envuelto con toallas. Aquí se esperó, donde está usted sentada. Y me platicó que ese balón fue el último con el que jugaron él y su hermano, que se fue muy chico para el otro lado, creo que Atlanta, y ya no volvió. Allá murió. Cuando la vio inflada se le salieron las lágrimas y me sentí pues que lo que hago sí termina siendo importante para alguien».
Con nostalgia, don Guadalupe admite que su oficio tiene cada vez menos demanda, años atrás llegaba a reparar 18 balones en un día, mientras que hoy repara menos de cuatro, y a veces de plano no hay trabajo. En momentos así, admite que suele voltear a ver el retrato de su padre, con un balón desinflado en cada mano. Y de pronto se siente así, sin aire.
«Me pregunto qué hubiera sido de mí si me dedico a otra cosa, o por qué mi papá quiso que fuera a esto».
No lo lamenta, eso dice, pero en medio de su nostalgia responde con un monosílabo a la gran pregunta de esta reportera: Oiga, don Lupe, ¿Usted jugó algún deporte?
«No, señorita, terminé aborreciéndolos. Aunque, aun así, me siento triste, porque sé que un día me voy a morir y esto se va a terminar. No cualquiera sabe coser un balón. Así será, todos somos pasables y pues no hay de otra”, se resigna.
Termina el balón del Real Madrid y lo guarda con gran delicadeza en una bolsa negra de nylon, ahí la entregará como quien devuelve un tesoro desenterrado del tiempo o un cuerpo resucitado.
Don Lupe no es un simple socorrista de balones, es la historia de alguien que devuelve vida, y ha entregado la suya cada día de los últimos 50 años, ofrendando sus dedos pinchados, su vista cansada y mucho corazón.