Ironía
Parece que fue ayer, pero han transcurrido 43 años. Yo era un treintañero delgado, de buen secsapil y ondulada cabellera. Y para más señas, reportero de un diario cuyo nombre no quiero recordar. Era junio de 1981.
Un sábado por la mañana, cuando me reponía del viernes agitado, habló mi cuata B.F., en aquellos ayeres la reportera estrella de cierto gran diario de México. Su voz, siempre templada y gentil, en ese momento denotaba urgencia.
-Necesito tu ayuda, pinche Miguel Ángel.
-Sí mamacita, a mi también me da gusto darte los buenos días en sábado.
-Ta güeno, ta güeno. Espero que hayas soñado con los angelitos y que tu día se presente luminoso y propicio. ¿Ya? Escúchame. Ayer el profe Hank quitó la prohibición de que las mujeres entren a las cantinas…
-¿Y a mi qué chi..$%& me importa? Todas las pulquerías tienen un departamento de mujeres.
-¡De las cantinas, wey! Y como el jefe de información me tiene ojeriza, me ordenó un reportaje sobre el primer día de esta jalada.
-Pos buena suerte. No veo de qué te preocupas. Eres la mejor reportera de la ciudad. Ya es tiempo de que desquites el latón que te dio el Club Primera Plana.
-¡Muy gracioso! En primer lugar, no conozco ninguna cantina. En segundo, me da miedo entrar sola a esos lugares infectos. En tercero, no le voy a pedir a José [su novio fifí del momento] que me acompañe, y en cuarto, me debes 200 pesos. Así que en friega vienes al periódico para acompañarme.
Colgó. Dudé unos momentos, pero tan contundentes argumentos no me dejaron salida y me puse en marcha. Como iría de agregado cultural, me animó la perspectiva de unas chelas, tequila y botana de a grapas.
Así comenzó aquella aventura que hoy recuerdo con motivo del cuadragésimo tercer aniversario de que con el mazo de un oficio y oscuras intenciones políticas, la burocracia priista del entonces gobierno del Distrito Federal ordenara el derrumbe de los templos de solaz, esparcimiento y camaradería exclusivos del sexo hórrido (Borolas dixit) llamados cantinas.
¡Qué tiempos aquellos! Ni los tiesos hijos de la pérfida Albión nos ganaron en ese paso civilizador. Hoy mismo la resistencia para que las mujeres no sean admitidas en el Garrick Club de Londres semeja un campo de batalla de Ucrania.
Me hizo gracia que B.F. estuviera nerviosa. Esa mujer había entrevistado a feroces caciques en sus madrigueras y era autora de crónicas de la violencia en El Mozote, Huehuetenango y Sonsonate, lugares peligrosos de a deveras. En una cantina su mayor riesgo iba a ser que no hubiera mesa o cambio de un billete de 50 varos de los que acostumbraba a cargar [recuerde el lector que estamos en 1981, cuando ese biyuyu sí valía].
Así pues, me apersoné y gentilmente la conduje a “El Nivel”, acreditado centro cultural del barrio universitario en donde nació la cofradía de “Los nivelungos”, hoy tristemente desaparecido (el salón, no el barrio). Por ser mediodía sabatino ya rezumaba el parloteo de los parroquianos y flotaban aromas de aserrín y cerveza -así como algunos agrios que emanaban del fondo a la derecha.
Ingresé primero entre miradas de indiferencia. En mi estela apareció ella, ataviada en un elegante vestido melocotón, y la sala se electrizó unos instantes antes de que de todas las gargantas prorrumpiera un largo y estruendoso “¡Maaamaaaciiitaaa!”, seguido de un tutifruti de requiebros y dicterios, unos ingeniosos y otros que no entendí. Pero fingí demencia: los pleitos de cantina no son bonitos.
Aquello parecía el coro de San Gervasio: “Cuñáo, ¡échame la bendición!” … “Mi cara blanca, acastá tu rin de magnesio” … “¡Si lo bonito fuera pecado tú ya estarías en el infierno!”… y así hasta que un mesero que a duras penas contenía la risa nos acomodó en un lugar al fondo.
Poco a poco el barullo se extinguió y la asamblea regresó a los más importantes asuntos de beber, echar botana y maldecir al regente que ya no sabía qué inventar para molestingar a los parroquianos. Hank se anticipó a Mancera: aquél nos quitó las cantinas, éste los saleros. ¡Ah, los políticos! Cuánta sabiduría rezumaba el llorado Jesús Robles Toyos.
B.F. se tranquilizó y comenzó a otear el ambiente. El camarero apareció con guacamole, chicharrón y cueritos y se dispuso a tomar la orden. Ella, distraída, pidió una limonada. El mesero se mantuvo inmóvil y carraspeó. En voz baja le dije, “Mamacita, estamos en-una-can-ti-na…” Pareció sorprenderse. “Sí claro. Tú pide”. ¡Mejor que la hora feliz! Dos cervezas y tequila del mejor, brebajes que ella no tocaría.
La siguiente hora se dedicó a tomar notas que juzgué ociosas. Para no aburrirme, repetí las pócimas. Ya estaba, como se dice, agarrando presión, cuando puso su mano sobre la mía. Volví la mirada. Tenía las mejillas encendidas. Sentí una agitación hormonal que rápidamente domeñé. Murmuró, con un toque de apuro, “Necesito el tocador”.
Me espanté. Hasta las cero horas de ese día sólo los valedores habían requerido de esos servicios, y al fondo a la derecha un letrero destartalado así lo decía. Los idiotas que cambiaron el reglamento no pensaron en ese pequeño detalle. Estábamos en el corazón del barrio bravo, en una era anterior a Sanborn’s y a diez kilómetros de la gasolinera más cercana … que de nada hubiera servido, si recordamos aquellos fétidos W.C.
Expliqué al mesero la situación. “No se apure, don”. Inspeccionó el baño e hizo señas para que B.F. se aproximara. “Está vacío”, le dijo, y se colocó en la entrada con los brazos en jarra cual sarraceno custodiando el harén. Sólo le faltaba la cimitarra. Al poco B.F. apareció de regreso y el respetable estalló en aplausos y aullidos de lobo.
De puntitas, con gran dignidad, B.F. regresó a la mesa, se tropezó en el último tramo y fue a dar a mis brazos. El jolgorio se encendió de nuevo. Su mirada anunció que estaba yo en peligro y contuve la risa. Creo que el orgullo le impidió salir corriendo del lugar, gracias a lo cual pude recetarme otra dosis de brebajes.
Poco después pedimos la cuenta. Para mi alivio dijo que disponía de viáticos y que en contraprestación por mis servicios me condonaba la deuda de 200 pesos pendiente desde el principio de la administración.
Al día siguiente en primera plana y con gran despliegue en interiores, apareció la espléndida crónica de B.F., bien redactada, con mucho ritmo, rebosante de humor y detalles como manda el canon. Lo malo fue que su desquite fue identificarme con pelos y señales, lo cual por poco me cuesta la expulsión del Club de los Rudos.