Muere una joven en Tamaulipas tras fuerte ataque de tos
SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 3 de febrero de 2019.- Es hermosa. De su mirada surge una breve luz esperanza. En el iris de sus ojos está la misma voluntad de su madre que la carga arropada en sus brazos, el abrazo materno que lo alivia todo.
Así, protegida en los amorosos brazos de su madre, bajó del remolque de una pequeña bestia de 28 toneladas y tocó tierras potosinas. Viene de un viaje muy largo y tan arduo como peligroso. Su hogar estaba en Honduras y ahora, al menos por hoy, San Luis Potosí es su casa.
Tan pequeña y tan preciosa, parece buscar a lo lejos un lugar dónde poder vivir, un lugar donde la muerte y la pobreza no se ciernan sobre su familia como un animal hambriento.
Ella, tan indefensa ante el mundo. Serena, tiene los ojos puestos en un horizonte desconocido. Un horizonte cargado de nubarrones que amenazan desde la cuna del imperio.
Su madre anda sobre una carretera luego de llegar desde Guanajuato. Ella, la pequeña tan llena de ternura es una más de los cientos de migrantes centroamericanos que arribaron a la ciudad este viernes.
Su anhelo convertido en objetivo irrenunciable es el mismo de su madre y es el mismo de toda la caravana que hace unos días ingresó a territorio mexicano en su paso a la todo poderosa Norteamérica.
Ella no lo sabe, pero lo siente en el agitado palpitar del corazón materno al que va pegado su cuerpo. Ella no lo sabe, pero es una migrante que busca una tierra donde se le abra un futuro con algo de felicidad.
El rostro infantil tan moreno como el de su madre, es el rostro de un sueño posible que no se detendrá ante muros sean de piedra o invisibles. A ella y a los suyos les han advertido desde lejos que no pasarán, pero, aunque no pareciera saberlo, su mirada tiene la certeza de que ante el pesimismo de la realidad, está el optimismo de la voluntad.
Su mirada desarmaría a un ejército de caza migrantes en la frontera. Es una migrante no un criminal. Hay en su carita algo celestial, no merece ser presa del llanto, de ese llanto que a raudales corre ya sea en México, El Salvador, Guatemala u Honduras.
Mamá quiere para ella un hogar y no descansará hasta lograrlo. Aunque aun están a miles de kilómetros de la tierra prometida, mamá seguramente sueña con su hija jugando en el jardín de una casa, sueña con verla ir a la escuela y crecer con dignidad en un mundo mejor.
Pocas cosas tan infaustas como dejar el país en el que se nace; ella ya carga con ese dolor que comparte con millones en todo el mundo. Hay que jugarse la vida para vivir en un país extraño.
Es inédito, ahora no se les persigue como delincuentes. México les abrió la puerta en la frontera sur y les dio el paso. Hay solidaridad y apoyo, es lo menos que podría hacerse ante tanta desesperanza.
Hoy, ella tendrá un albergue y alimentos, pero en días futuros no se sabe qué podrá pasar con ella y su madre, pero tal incertidumbre teñida de temor pasa a segundo plano ante el deseo de encontrarle nuevos caminos a la vida.
No es difícil entenderlo, pero en su mirada está la obra de Dios.
Cuando ella y su madre salieron de Honduras había 2 mil 606 kilómetros de distancia y ya han avanzado suficiente como para no volver nunca más la mirada hacia atrás.