Preparado Atlético de San Luis para su encuentro ante Pumas
SAN LUIS POTOSÍ, SLP., 10 de octubre de 2022.- Una rechifla helada atravesaba las callejuelas, sonaba como si cientos de flechas rompieran los cielos añiles de Villa de Reyes, el mediodía era frío y doloroso en el pueblo que trágicamente dejaba de ser comandado por el rostro fulgurante de una mujer que entregó su vida por aquel terruño apacible: Erika Briones Pérez, la alcaldesa que dio lucha y recibió afectos hasta su último aliento.
Los banderines religiosos ondeaban en lo alto, opacos; el rocío de la madrugada aferrado a las ramas más elevadas; un niño desaliñado que atisbaba tras la ventana; el aullido doliente de un perro callejero; las paredes enjalbegadas de las fincas viejas, que sucumbían con la brisa; todo, absolutamente y sin resignación, se había declarado triste este día.
El silencio se rompió con las ferraduras de La Gorda Tomasa en el asfalto, la yegua avanzaba con un trote afligido, montada por un joven con la ropa y el alma ennegrecidas, ensombrerado para el último galope; una fotografía de su dueña -con una sonrisa blanco recalcitrante y enmarcada en labial color fucsia- lucía esplendorosa en su pecho; pero esta vez llevaba a cuestas a aquel jinete cuya columna ligera se zarandeaba en las ancas, como si un fantasma jugara a placer moviéndole la espalda.
Ambos compartían la tristeza del repentino adiós y, fundidos en un misma desdicha, abrieron paso a la caja fúnebre que trasladaba los restos mortales de su amazona.
Al compás del mariachi luctuoso comenzaba el recorrido fúnebre de la primera mujer que gobernaría aquel pueblo hasta ahora, con un empeño que todos los dolientes rememoraban hoy; se desató el estruendo abrazador del llanto, entre la comunidad que gemía volcada en ovaciones, cánticos, gritos desgañitados por la tragedia que arrebató los días a la joven Erika y dos de sus escoltas, Bonifacio y Mario.
Los trompetazos de «Cruz de Olvido» hacían eco en las gargantas, les seguían las carrasperas, luego lágrimas surcando los rostros, casi tragándolos, y entrecejos fruncidos -incrédulos- detrás de bufandas, cubrebocas, velos y anteojos que observaban aquel cortejo con los párpados cansados, sin respuestas para el desasosiego.
¡Viva la patrona!, ¡Viva la presidenta!, ¡Bravo, Erika, Erika!, clamaba el mar de personas que llegaron al cónclave del adiós.
Sonó la sexta campanada y se enfilaron al interior de una repleta parroquia San Francisco, escoltada por decenas de coronas fúnebres en todos los colores; al frente del altar resaltaba la figura espigada y cándida de un jovencito estoico, Rodrigo, el hijo (único) que seis días antes recibió el amoroso gesto público de su madre, cuando ella le dirigió palabras entrecortadas durante su primer informe de gobierno: “Este es el resultado de ese tiempo que no he podido estar contigo, gracias, hijo”, le dijo entonces, antes de quebrársele la voz.
Y Rodrigo pudo atestiguar de nuevo de lo que hablaba su madre, en cada lágrima derramada por la mujer que trabajó hasta el último día para las familias de Villa de Reyes; su rostro aún infante, abatido y ausente, volvía a la realidad cuando clavaba la vista en el retrato lúgubre de su madre frente al ataúd, mientras apretaba el tallo espinoso de una rosa blanca, hasta herirse la palma de su mano.
“La muerte de nuestra hermana nos entristece, nos dice hasta qué punto es frágil la vida, en este momento la fe es lo único que nos puede consolar, y saber que Cristo vive eternamente, que el amor es más fuerte que la muerte”, sermoneó el sacerdote, con la sotana impregnada de sahumerios, velas, perfumes y luto, al son de los panderos.
Policías corpulentos, compañeros de Mario y Bonifacio, escondían el llanto detrás de las gafas oscuras Ray Ban, de repente se daban permiso de sucumbir con los abrazos y palmadas en la espalda; junto al féretro del escolta, una viuda se untaba el rostro de su pequeño hijo contra el estómago, protegiéndolo de la cruel orfandad que llegó sin aviso.
Tras una hora en aquel espacio sagrado, debían dirigirse al jardín principal para el homenaje de cuerpo presente. Pero antes vino otra sentida despedida, la del pueblo, en voz de una septuagenaria mujer que describió la vida de Erika como la de una estrella en el firmamento: reluciente, pero que de pronto se apagó sin hacer ruido.
La jovencita que creció por esos lares se despedía para siempre, acallada, cual raíz de una planta que debe cambiar de maceta para florecer.
“Ella nos dio de todo, a todos, cuando mi esposo me dijo: murió tu presidenta, mi respuesta fue que mejor me hubiera ido yo, porque ella sí que nos hará falta a muchos. Nos dio amor y esperanza, es muy triste la muerte de una gran guerrera, pero vean a este ser que se queda solo, sé que estará bien porque siempre Dios envía a alguien para protegernos”, y prometió a Rodrigo un novenario por el alma de su madre.
Ya en la explanada de la plaza principal, otros cientos esperaban para honrarla; su féretro estuvo al centro, en lo alto, desde donde el orador hacía malos esfuerzos por sostener la voz con claridad mientras leía una reseña de despedida.
Con semblante descolocado, el gobernador de San Luis Potosí, Ricardo Gallardo, tomó la palabra brevemente para expresar su pésame al hijo, madre y familia de Ericka, además a los pobladores de Villa de Reyes, recordándoles que fue una mujer entregada al servicio público, a su comunidad y recién había “vuelto a casa”, cuando anunció su incorporación al Partido Verde.
El frío no cesó nunca, llegaba un olor en el que se mezclan la humedad, la tierra y el viento; en el horizonte el cielo se deshilachaba en hebras de lluvia, a lo lejos, donde los paisajes monótonos no lo serían nunca más.
Los restos de Erika fueron escoltados hasta la Alcaldía, su segunda casa la recibía con aire melancólico, en cada pasillo, al crujir las puertas, en el eco del barullo, se escuchaba el adiós. Su féretro dio un último recorrido por el despacho en el que tantas veces la vida fue luminosa, mientras preparaba las grandes ideas o guerreaba ante las pruebas amargas.
Rodrigo se reacomodaba las gafas a cada momento, ya el dolor le tensaba los ojos y sus pasos arrastrados por los pasillos sonaban a reclamo, le robaron tantas veces la presencia de su madre; pero de pronto se atisbaban gestos de gratitud, una sonrisa conejil que apenas perturbaba sus músculos faciales, cuando reconocía en cada abrazo el cariño que ella cultivó.
Agobiada, Tomasa se enfiló al panteón, liderando la caravana. Pero sus ancas no entraron al espacio donde todos apreciamos de cerca la catadura de la muerte; ahí Erika dormiría para siempre bajo la tierra de sus sueños.
Ya su mueca de la felicidad solo se apreciaba en el tórax de una potranca, que se alejó con prisa del barullo lastimero en aquel camposanto; el trote sonaba sin rumbo, hasta que de pronto sus pasos se apagaron, fue el último galope.