Diferencias entre un estúpido y un idiota
En junio de 1972 tuvo lugar en Washington un suceso que desembocaría en el mayor escándalo político del siglo en Estados Unidos: la renuncia del presidente Richard Nixon.
Pasó a la historia como el affaire Watergate. Además de redefinir la relación entre la prensa y el poder político en Estados Unidos, provocó una extraordinaria reflexión sobre la transparencia que un Estado democrático está obligado a garantizar a la sociedad en el ejercicio de sus funciones.
Watergate fue una bola de nieve. Comenzó con el arresto de unos delincuentes de poca monta en las oficinas de un partido político y creció hasta pasar al habla popular como apellido de escándalos sociales: “Irángate”, “Lewinskygate”, “WhiteWatergate”, “Migragate” and so on.
Para siempre vinculado a Watergate quedó el nombre del Washington Post, rotativo que registró el caso desde sus inicios. La tozudez informativa del diario construyó una alerta social y eventualmente documentó una conspiración criminal en la sede del Poder Ejecutivo de la nación autoproclamada el faro de la democracia pero que en su conducta exhibe pecadillos que Daniel Ortega podría reconocer como propios.
En aquellos años se propaló la sensación de que la renuncia de Richard Nixon fue una consecuencia directa de las investigaciones del Post sobre el asunto Watergate.
Pero no hubo tal relación causal. Desde 1911 Robert Michels planteó que la prensa no puede ejercer una influencia inmediata sobre la audiencia, como la que sí tienen los agitadores populares.
Posteriormente Walter Lippmann probó que los medios, contrariamente a las teorías mecanicistas, no dicen al electorado cómo pensar: se limitan a insertar en la agenda social los temas que eventualmente generarán corrientes de opinión pública y pueden derivar en cambios políticos.
La importancia de estudiar hoy el asunto Watergate radica en que es un caso de libro de texto para analizar el papel que realmente juegan los medios al interior de las sociedades.
Tiene que ver con lo que se ha llamado el “humor social”, las “imágenes en la mente” o la “construcción de las agendas”.
Es indiscutible que los medios proveen no sólo información, sino el marco conceptual en el cual se ordenan la información y las opiniones: no únicamente los hechos, sino una visión del mundo.
Así, los actores políticos se ven obligados a configurar sus mensajes al modelo propuesto por los medios y esto influye en la percepción del proceso político que tienen las audiencias.
Los medios constituyen uno de los motores de la democracia, no el único y quizá tampoco el cardinal.
Quienes juzgan que no es así y esgrimen la renuncia de Nixon para demostrar lo contrario, olvidan que en noviembre de 1972, cuando Watergate tenía seis meses en primera plana y la televisión lo había tomado como noticia principal, Nixon arrasó en su segunda elección presidencial con el más amplio margen de votos en la historia de Estados Unidos.
Tuvieron que darse una serie de acontecimientos sociales, de política interna y externa y económicos, para que Watergate fuera percibido como un tema relevante en la agenda social y fuese retomado en la agenda política.
Watergate revivió la vieja discusión sobre la paradoja de la importancia que atribuimos a los medios en la democratización de las sociedades y la importancia relativa que éstas dan a aquéllos.
Parece no haber reciprocidad. Esto nos lleva a la reflexión de que, en tal contexto, el valor de los medios estriba quizá más en su carácter político que en su naturaleza comunicadora o de difusión.
Vemos con preocupación un papel cada vez más ritualizado de la importancia de la comunicación. En las sociedades modernas o las más desarrolladas, se le está dejando cada vez más a los medios la responsabilidad de decidir sobre aquello que afecta la vida social y la política.
No parece extraño que algunos consideren el quehacer político como patrimonio casi exclusivo de los medios masivos. No parece ser esta una visión apocalíptica del futuro: es una realidad que podemos constatar cada vez con mayor frecuencia: la existencia de los hechos merced a su inclusión en los medios.
Y como consecuencia, la sensación de que lo que no nos es servido por los medios no existe, o corresponde a una dimensión ajena.
Otro tema que conviene analizar es la relación de fuerzas que al interior de los medios modulan y matizan su acción como correas de transmisión de elementos para las agenda sociales y políticas.
Al interior del Post, Watergate no contaba con el consenso de la redacción. Varios jefes de sección opinaban en las juntas editoriales que el asunto estaba colocando en riesgos innecesarios al periódico.
Para Richard Harwood, responsable de la sección nacional, la cobertura del asunto bordeaba en la fantasía y era una investigación carente de lógica con tintes de paranoia.
Pero no obstante el tiempo transcurrido y el nuevo perfil que los medios han cobrado merced a las nuevas tecnologías, el estudio de Watergate sigue siendo relevante para entender la relación entre medios, democracia y Estado.
Como las ondas de agua que levanta la caída de una piedra en un estanque, los efectos de Watergate trascendieron las fronteras del país de origen y se sintieron en otras partes del mundo.
En México el sentido de Watergate trasminó rápidamente y en nuestro léxico político nacieron el “toallagate” que describió los ridículos abusos de una minúscula primera dama y llevó a la renuncia de un administrador de la casa presidencial; el “AguasBlancasgate” que remató en la caída de un gobernador; el Casablancagate que fue un clavo en el ataúd político del más frívolo de los mandatarios mexicanos desde Ortiz Rubio y otros en fermentación como el Casagrisgate y el Píogate.
Un hecho que pasó desapercibido en el affaire Watergate y que no ha sido suficientemente investigado, es que hubo una “conexión mexicana” de lavado de dinero.
Mediante el desaparecido Banco Internacional, el abogado capitalino Manuel Ogarrio canalizó más de $750 mil dólares para la campaña reelectoral de Nixon, 4.58 millones de dólares a valor de hoy.
Ogarrio representaba en México a una empresa petrolera texana y supervisó la transmisión de recursos a las cuentas del comité para la reelección de Richard Nixon. Con los fondos operados por el mexicano se financiaron las actividades del grupo que infiltró la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate.
Las investigaciones revelaron que hubo más de un enchufe mexicano, pero nunca se encontró otro hilo de la madeja, por lo que el total de los fondos de campaña lavados a través de México sigue siendo un misterio.