Palacio Nacional concilia en la crisis judicial
18 de marzo de 1938. A las 22:00, desde el Salón Amarillo en Palacio Nacional, el presidente Cárdenas habla al país en cadena nacional de radio y anuncia una medida insólita: se han expropiado las empresas petroleras extranjeras que operan en México.
Es un golpe seco e inesperado. Nunca antes el gobierno de un país periférico y dependiente ha tenido la osadía de enfrentarse a las corporaciones que tienen en el puño a la economía, a la política y a los pueblos de buena parte del mundo.
Cárdenas ha procedido con tal sigilo estratégico y tanta discreción política, que el embajador de Estados Unidos, Josephus Daniels, se entera de la expropiación cuando los reporteros van a tocar la puerta de la embajada y lo despiertan.
El agregado político de la representación se encuentra de fin de semana romántico en Cuernavaca. Cuando la prensa extranjera recoge la noticia, las instalaciones petroleras ya han sido tomadas por el ejército. Los hijos de la pérfida Albión se enteran por el London Times el martes 22.
Fue brutal el impacto de la resolución. El embajador reconocería en sus memorias, diez años después, que con la expropiación “una ola de entusiasmo delirante recorrió el país”. Y con un toque de admiración escribió que el pueblo creyó llegado “el día de la liberación”
Han transcurrido cuatro veintenas y cuatro años del episodio que Luis González y González calificara “el más estudiado” de nuestra historia. Ese día, a esa hora, se definió el modelo de desarrollo que llega a nuestros días, que nos modeló social y espiritualmente y que seguimos venerando con obsesión talmúdica.
En esta y las próximas dos entregas, recupero episodios del hombre genial y primigenio cuya vida pública estuvo montada, como agudamente observó Cosío Villegas, “en el macizo pilote del instinto”.
Cárdenas es una alegoría en el imaginario mexicano, pero el cardenismo no se aterrizó como programa de acción. Incomoda ver que el General fue fundido en bronce y transformado en reliquia por las generaciones políticas que le sucedieron, sin excepciones. Quizá sea el destino de todos los grandes transformadores.
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Waldo Frank, periodista, autor, historiador y activista estadounidense, fue considerado un “puente cultural” entre Estados Unidos y América Latina.
Nacido en una próspera familia judía de Nueva Jersey, fue un niño inteligente y muy precoz. Completó estudios en Suiza y se licenció en la Universidad de Yale en 1911. Su primera novela, The Unwelcome Man (1917), fue influida por el psicoanálisis y el trascendentalismo de Emerson y Walt Whitman.
Profundamente antimilitarista, al igual que sus contemporáneos Jack London y John Reed, militó en defensa del movimiento sindical estadounidense. Fue cercano al Partido Comunista y viajó extensamente por las Américas y la Unión Soviética.
En 1937 participó en el congreso de la “Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios” en México y entrevistó a León Trotsky. Sus reflexiones sobre la fuerza espiritual de la América Latina le trajeron gran prestigio. La Universidad de México le organizó una gira de conferencias por el país.
Waldo conoció a Lázaro Cárdenas y tuvo con el jiquilpeño una relación que debió ser muy cercana y aguarda ser documentada. Tengo la idea de cuando se escriba la historia intelectual del General, Frank aparecerá entre sus mentores más influyentes.
En sus memorias póstumas, terminadas en 1964 y publicadas en 1973, rememora que después de profundas reflexiones, Cárdenas nacionalizó la industria petrolera con la convicción de que era “la única manera de enfrentar a los pequeños Estados yanquis incrustados en el Estado mexicano”.
Y da un dato revelador sobre la comunión entre estos personajes: “Cárdenas me dijo que cuando lo abrumada la duda, encontró luz para la decisión expropiatoria en mi libro El redescubrimiento de América. Le proporcionó, dijo, valor y perspectiva para llegar a su veredicto”.
Waldo Frank percibió en Cárdenas, en el contexto de aquel mundo que comenzaba a desensamblarse en el arranque de la segunda guerra, un rasgo que me parece un elemento clave para entender la visión del General.
“En estos tiempos sólo dos dirigentes políticos parecen dignos de compararse con la sustancia, el origen y esperanzas de su pueblo: uno es Gandhi en la India; el otro el mucho menos comprendido Lázaro Cárdenas de México. Ambos han adaptado por primera vez a los problemas específicos de sus pueblos métodos inherentes a sus propias culturas. Ambos diseñan la independencia para naciones aún muy lejos de ella. Ambos son políticos pragmáticos cuyo trabajo, siendo profundo, está pobremente reflejado en la superficie y debe ser examinado en términos de la ética y de la cultura”.
Frank acompañó a Cárdenas en recorridos por el país y estuvo a su lado en uno de los episodios que pienso mejor dibujan la personalidad de Cárdenas, la visita a los gobernadores yaquis en 1939, recogido en un artículo en la revista Foreign Affairs en octubre de ese mismo año con el título “Cárdenas de México”.
Aquí un extracto.
“La última vez que vi a Lázaro Cárdenas en acción fue recientemente en Sonora, el árido estado norteño que presas ahora en construcción o proyectadas harán inmensamente rico (se dice que su tierra es mejor que la de California). Manejamos desde Vícam al suroeste de Guaymas entre oleadas de polvo caliente como carbón encendido, a Jori, uno de ocho pueblos yaquis.
“Los yaquis, un pueblo pobre en las artes y sin música cuya vitalidad parece haberse invertido en la resistencia, nunca han sido realmente pacificados. Los aztecas fracasaron en hacerlos tributarios. Los españoles los replegaron a las montañas rocosas y estratificaron la rebelión que han mantenido durante 400 años. Díaz intentó descastarlos enviando a sus guerreros -regimientos enteros- al sur. Pero cada hijo recién nacido se convirtió en un nuevo guerrero en contra de los federales.
“[…] Todo había sido cuidadosamente arreglado: los ocho gobernadores de los ocho pueblos yaquis debían reunirse y conferenciar con el presidente de México en Jori. ¡Un hecho inusitado! […]. El presidente Cárdenas arribó sin guardias entre una nube de polvo; sus ayudantes militares se quedaron en Vícam. Los yaquis atisbaron en silencio desde sus chozas techadas de adobe. En el patio de la “casa grande” un tambor murmuró una lacónica bienvenida. El presidente llegó con sólo una hora y media de retraso, equivalente a presentarse un poco antes de lo programado. El jefe “de contacto”, Pluma Blanca, con dos pistolas al cinto, avanzó y dio un saludo brusco al visitante. Sus facciones nudosas no ofrecían ninguna blandura, pero en contraste con el rostro del verdadero jefe, a quien conocí después, su expresión era amable. Solo un par de los gobernadores había llegado, explicó en español balbuceante. Dos veces, mientras Cárdenas permanecía tranquilamente con nosotros bajo la sombra de un ancho ahuehuete, el tambor repitió su anuncio: dos gobernadores más se presentaban. El significado era claro: un presidente de 20 millones de mexicanos equivale a un gobernador de menos de mil yaquis.
“Mientras el sol se columpiaba hacia el oeste, el presidente aguardó platicando sobre fonética con sus amigos (sólo Pluma Blanca, como anfitrión oficial, se había unido al grupo). Finalmente, explicó que en el grupo de hombres en el patio de la “casa grande” estaban cuatro de los ocho gobernadores y que los otros no iban a presentarse. Los otros cuatro se rehusaron a viajar a Jori. Estaba demasiado lejos; era por debajo de su dignidad.
“‘Bueno, aquí estamos’, dijo Cárdenas. ‘Platiquemos con los que vinieron’. Caminó a la casa. Los yaquis le dieron la mano en silencio, el presidente murmuró el equivalente a ‘gusto en conocerlo’. Todos tomaron asiento en el pórtico, el presidente frente a ellos.
“En Cárdenas no había ningún intento de disfraz. El hombre sentía el sufrimiento yaqui porque estaba dentro del corazón yaqui. Intuitivamente. Como representante de un gobierno con una larga tradición de opresión, debía todo a los yaquis; y si ellos aceptaban cualquier cosa, les daría las gracias.
“Habló. Había venido a conocer las necesidades de la nación yaqui: agua, tierra, herramientas, educación, salud; y para discutir con los jefes yaquis los problemas que ellos mismos eligieran presentar. El intérprete a su lado tradujo esto al yaqui y las respuestas al español. Los hombres votaron: asentimientos casi inarticulados y algunos ‘no’ más audibles. Pronto salió el problema: que esto y que aquello, no podían decidir sin la participación de los ocho pueblos. Como quien no quiere la cosa, Cárdenas sugirió: ‘¿por qué no nos vemos mañana a las 11?’ Y propuso que el encuentro fuera en el mayor de los cuatro pueblos no representados. Los orgullosos gobernadores asintieron. Cárdenas había ganado no tanto por predicar ni por exhortar con una amenaza velada, sino por mantenerse por encima de la animosidad. El férreo orgullo de los yaquis fue anulado por la ausencia de orgullo en Cárdenas”.