Iguales, Chile (1971) y México (2018)
Y sin embargo nos queda Leonora. Se agradece el gesto. ¿A quién? Es difícil saberlo. La única certeza que nos queda junto con la obra de Carrington es que la artista está por encima de cualquier artimaña política, del deseo o afición de cualquier gobernador. Nada puede detener ya el hacerla nuestra, aunque nada motive esta idea de apropiación que cada día crece entre nosotros.
Viajamos hasta Xilitla un montón de periodistas para conocer a la ninfa; nos darán la primicia, han dicho.
La primera parada recala en el municipio de Rioverde para descansar las dos horas de viaje desde la ciudad capital. Hay una estación de gasolina con loncherías y una tienda de insumos. Buscamos café. Pero el único disponible es el de la cafetería Xilitla. Nuestro destino también es una marca comercial sobre un vaso de papel que humea en esta mañana fresca. El tiempo transcurre en plano secuencia, paseándose entre las personas y sus conversaciones. La apreciación es difusa. No conozco a nadie en este viaje, o tal vez hace mucho tiempo decidí no quererlos conocer. Me veo solo y desconocido, y eso es bueno.
El letargo en la estación de gasolina se prolonga más de la cuenta. De acuerdo con los organizadores debemos llegar a Xilitla alrededor de las 12 horas y hemos salido desde muy temprano. En momentos se habla del Museo Carrington en una entrelazada mezcla de sentimientos donde confluyen el entusiasmo y la apatía. Para algunos este viaje ha sido un mero trámite, para otros un paseo oportuno y las galletas y el café y la charla del camino. Las breaking news en el teléfono diluyen la espera mientras el bus rompe la niebla frente a nosotros, y esta carretera expulsa ráfagas cromáticas desde el asfalto mojado por la lluvia que llega desde la sierra.
Atrás de mí, un reportero se ha apropiado de dos asientos para él solo. Es de baja estatura y por ello es capaz de recostarse a lo ancho sobre los lugares. Dice al aire que le avergüenza que le escuchen roncar, y ya lo hemos escuchado toda la hilera delante de él porque acto seguido se ha quedado dormido. No sé si me hace gracia o si lo detesto. Todo es muy confuso en este viaje, porque mientras unos vamos solos otros tienen compañía en exceso y parece no importarles un carajo quienes vamos solos, y en ese derrotero nadie se hace de palabras, volviendo más dispersa esta comunidad de viajeros.
Al llegar al pueblo un edificio color rojo se erige en la primera colina, las aves revolotean en las alturas y los guías turísticos se amotinan en la bajada del bus. Xilitla recibe a sus forasteros con un protocolo convulso. Aun rendidos del viaje subimos por una escalinata adherida a la colina. En el camino hay tiendas de café molido, lo venden en pequeños costalitos que parecen ser souvenirs.
Nuestro viaje no está justificado. Hemos venido porque nos han traído. Vaya a saberse cuáles son los designios de cada uno de los visitantes que avanzamos sobre el camino empedrado. Algunos tienen cámaras fotográficas pendiendo del cuello. Seguramente la gente aquí nos ha confundido con un grupo de turistas. Y sin embargo en gran medida lo somos. Turistas de nuestro propio terreno atraídos por la herencia de esta señora extranjera.
El museo huele a pintura fresca. El abrazo de Leonora Carrington nos da la bienvenida. Ese abrazo no es necesariamente uno gentil, es más bien perturbador.
Las piezas que yacen en este museo son auténticos demonios. Demonios que llegaron del interior de Leonora. Este lugar funciona como la extensión del alma del artista, estar ahí es entrar en su infierno personal.
Nos vigilan por ser los primeros. Porque dentro de todo hay que decir que algunos hemos venido a hurgarles con morbo. Otros prefieren darles una lectura burocrática, pero ellos, los demonios, a todos por igual nos han rechazado rápidamente con el fuego de sus ojos.
Configuramos la ampliación del alma de Carrington en una marcha diseminada por este sótano de pisos bien pulidos. Unos avanzan por el ala sur, otros por el norte. Las conversaciones se arremolinan sobre la mujer encargada, directora y responsable de este recinto. Ella esgrime los datos que alguien más le ha dicho que dijera.
La obscuridad es dueña de este sitio, nuestros cuerpos deambulan como bultos fantasmagóricos siquiera tomados en cuenta. Si los fantasmas existen, esos seríamos nosotros dentro de esta cripta concebida por capricho, hecha museo. Y sin embargo el capricho escapa si se toma en cuenta la trascendencia de ese acto escénico, el de este legado que la cripta resguarda.
Hemos terminado aquí, avanzamos desde el sótano hacia el cielo en la terraza.
El sol del mediodía lengüetea la explanada final en la parte alta del museo. Allí la sierra se abre paso y por fin puede respirarse el aire fresco.