Economía en sentido contrario: Banamex
La clave que representa el caso de Emilio Lozoya Austin y su operador Emilio Lozoya Thalman para revelar a corazón abierto la corrupción priísta en la élite gobernante fue probada con el video de Pío López Obrador como advertencia para replegar acusaciones.
Lozoya Austin fue la pieza de la corrupción de Estado que involucraba al presidente Enrique Peña Nieto y un importante miembro del gabinete presidencial, Luis Videgaray Caso. En términos jurídicos, se trató de una conspiración para cometer actos de corrupción, no para ganar una elección con dinero ilegal para la campaña, sino para enriquecer fortunas privadas de personas con cargos públicos.
En los hechos, el caso Lozoya obliga a reabrir el asunto de la casa blanca del expresidente Peña Nieto, porque ya se sabe que no se trató de la inculpación arbitraria, poco caballerosa y burda de la esposa Angélica Rivera, sino para ocultar triangulaciones de contratos desde el poder a cambio de propiedades. Y de paso, revisar el asunto de una casa de Videgaray en la que aparecía también el Grupo Higa.
La corrupción priísta hasta finales del gobierno de Zedillo había sido de niveles medios, con los altos suficientemente cubiertos para no generar ostentaciones, mediante mecanismos que pudieran resistir pruebas legales. Con Peña fue, en pocas palabras, la conspiración para corromper sin rubores: funcionarios, políticos y gobernadores que siguieron el ejemplo presidencial de preparar el arribo al poder para apropiarse de los recursos públicos sin pudor, como los casos de César Duarte en Chihuahua, de Roberto Borge en Quintana Roo y de Javier Duarte en Veracruz. Y, desde luego, Lozoya como factor de corrupción de sí mismo, no un empleado timorato obedeciendo órdenes.
Antes la corrupción cuidaba las formas; había priístas que aceptaban robar poquito; “honesto, lo que se dice honesto, pues no; honestón sí”, era su divisa.
Ahora se tienen datos de que Peña Nieto inauguró la corrupción como sistema. Las cuentas del tráfico de publicidad no se reducen sólo a beneficiar a unos cuántos comunicadores, sino que falta el análisis de la forma en que se construyó una figura mediática del poder y del sistema priísta a partir de esas partidas presupuestales.
Nunca un gobierno de oposición había tenido en sus manos un asunto de corrupción del PRI de la dimensión de Lozoya, pero para llegar al final se requiere de una estrategia de poder que impida que Lozoya vaya a desviar la atención hacia la anulación de cargos y quede libre de cargos y de culpas sin haber entregado las pruebas de las corrupciones.
El video de Pío López Obrador no pudo haber sido más obvio: adelantar la existencia de un arsenal de grabaciones de personal adscrito a Morena con operaciones de dudosa reputación, pero los irán soltando para provocar un retraimiento de la orden presidencial de destapar la corrupción de gobiernos priístas y panistas.
Sólo queda la necesidad de que las evidencias de corrupción de Lozoya se deslinden de las elecciones del 2006 y del 2012 y se centren en la corrupción presidencial en sí misma. En los hechos, es más grave la corrupción del PRI y del PAN que los fraudes electorales que cometieron.
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EE. UU. 2020. Si algo aprendió Donald Trump en casi cuatro años de presidente de la nación, fue a usar los instrumentos de poder. En su equipo no importa el voto popular –Trump ganó por colegios electorales y perdió con una desventaja de 3 millones de votos populares–, sino el de los 538 electores. El día de las elecciones de 2016 comenzó con votos electorales encuestados a favor de Hillary Clinton, pero a la hora decisiva se cambiaron a Trump.
El escenario de Joe Biden es estrecho: está obligado a dar una imagen diferente de la que mostró en 2016 Hillary Clinton como parte de una red de intereses no sociales. El control de la campaña de Biden por parte del expresidente Barack Obama será un pasivo para los demócratas y no la posibilidad de una oferta política de gobierno. Reducir a Biden a que hará lo que no hace Trump es poco para ganar votos.